“No había casi nada. Monte, rocas, algún caserío y en lugar de ese edificio había unos contadores de electricidad. Esto era una maravilla”, cuenta Mariló detrás del murete de su casa señalando a las torres que, como aves rapaces mirando de reojo desde el cielo, se despliegan a su alrededor dibujando un perfil típicamente periférico. “Solo estaban estas casas. Era todo verde”, tercia su padre de 82 años, Manuel, de origen cordobés, que recuerda cómo en sus tiempos la cuesta de los Calvarios llegaba hasta la iglesia. “¡Lo que era un calvario era subir la cuesta!”, bromea la hija.
Mariló y Manuel viven en una de las 12 casitas unifamiliares del paseo Larratxo, en el número 75. En realidad, son 13, pero para llegar hasta la villa Lardi-Txiki, en el número 44, hay que desplazarse unos metros por un caminito y bajar las escaleras que bordean la serpenteante Bertsolari Txirrita. En los años 60 y 70 el barrio mutó de piel en pleno pico del desarrollismo franquista y sufrió un crecimiento descontrolado. Altza, que hasta 1939 fue municipio independiente, cuenta con 20.450 habitantes según los datos del ayuntamiento de Donostia, tantos como Hernani. Las villas de Larratxo, obra del arquitecto José Gurrutxaga, se inauguraron en 1921, hace ahora 100 años, y son peculiares hasta en su denominación: en el proyecto original se les llamó Casas Baratas y es así como muchos las conocen en en el barrio.
Según se recoge en Altzako Historia Mintegia, su funcionamiento era muy parecido al de las actuales cooperativas. A través de una asociación, de la que formaban parte 120 miembros, se abonaba “una cuota mensual de una peseta”. La Asociación General para la construcción de Casas Baratas de San Sebastián adquirió 4.000 metros cuadrados con el objetivo de levantar un total de 52 casitas “aisladas unas de otras y cercadas por un jardín o huerto”. Finalmente, el proyecto redujo sus expectativas notablemente y el número de viviendas construidas -de estilo neovasco, hoy en día una corriente mucho más extendida en Iparralde- se quedó en 13. La inauguración corrió a cargo de la regente María Cristina, por lo que el grupo de villas alineadas una al lado de la otra pasó a llamarse Colonia de María Cristina.
La mayoría están en buen estado y siguen conservando un aire al clásico caserío vasco que contrasta con la fisonomía urbana de su entorno. En la planta baja se encuentra el sótano, la antigua bodega, y las casas cuentan con dos plantas más, de unos 60 metros cada una. En el piso superior del número 75 hay tres habitaciones. Mariló muestra los dormitorios y recuerda con un punto de nostalgia los viejos tiempos de la infancia junto a sus hermanos. De la casa de al lado llega el ruido de las obras. Cierra la ventana. “Es que la han vendido y los nuevos dueños la están reformando”, aclara. De repente, abre una trampilla del techo: es la buhardilla, que pilla por sorpresa al invitado.
En una tarde de tormentas intermitentes, reina la tranquilidad en este pequeño oasis rural. Una familia está enfrascada en la reparación de una moto en la entrada de su casa. En la número 61, que cuenta con una impoluta fachada de color gris, uno parece viajar a una ciudad centroeuropea. A su lado brillan los frondosos jardines del vecino, las flores explotan de alegría. Una barandilla elevada a unos palmos del suelo separa las casitas de la acera, por donde pasan algunos vecinos.
La vida a este lado es otra, más calmada, o eso parece. 100 años es mucho tiempo. Y da para unas cuantas historias. Mariló y su padre cuentan una ante la atenta mirada de su perro: “En la Guerra Civil una bomba cayó sobre una de estas casas y la tuvieron que reconstruir”, dicen antes de cerrar la verja y volver al interior.
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