El reloj marca las siete de la tarde y entran las prisas. Falta apenas una hora para que cierren los bares durante no se sabe cuánto tiempo. ¿Una semana? ¿Dos? ¿Más de dos meses, que es lo que ha tardado Beasain en salir de la zona roja? El ambiente es de tímida alegría, se respira una euforia contenida. La ciudad entera no, pero una importante representación ha salido a la calle para tomarse un último trago. El tiempo se ha portado, 15 grados un 28 de enero. El día es estupendo. Así ha transcurrido toda la jornada en Donostia, con un sol que abriga y gente entrando y saliendo de los bares. Ahora un vermut en el Udaberri. Caña y ración de croquetas en la cafetería del restaurante Narru.
Si fuese un jueves normal el barrio de Gros estaría a rebosar de gente joven. Pero como ya nada es normal las edades bailan entre los 20 y 60 años. “Vivimos en Larratxo y hemos bajado a dar una vuelta. Qué pena que hoy sea el último día”, se lamentan Fermín y Eli, una pareja de “cincuenta y tantos” que apuran sus consumiciones en el bar Norta, el antiguo Belgrado. Fermín se agarra a una popular expresión para resumir lo que a su juicio está ocurriendo con la hostelería. “Están pagando el pato”, dice. “No es justo”, remata su compañera.
Amaia, Naiara y Laura son estudiantes de Trabajo y Educación Social. Se han sentado en una mesa apartada del resto en el Campero, conocido por sus bocadillos. “En la universidad las medidas que se toman son muchas veces más laxas, en los bares están más concienciados. No tiene por qué ser un foco de contagio”, aseguran. No ponen pegas a que se limite el ocio. Es lo que toca, dicen. Y se solidarizan con los hosteleros. “Las consecuencias económicas son muy graves. Hay que ayudarles”, reclaman estas chicas.
La vida bulle en la calle Zabaleta, desde el principio hasta el final. Después llega un tramo silencioso que se vuelve a cortar hasta bien entrada la calle Peña y Goñi.
Si uno escribe Ramuntxo Berri en Google el buscador sigue sugiriendo la palabra coronavirus. El bar aún arrastra el estigma del sonado foco infeccioso que sufrió el pasado verano y que desencadenó en un cribado masivo. En su terraza se encuentra Gratxina Lertxundi, de la promotora musical Gure Bazterrak, que junto con una compañera de la universidad ya va por la segunda caña. “Me iba a ir antes porque tengo cosas que hacer, pero como mañana cierran aprovecho y me quedo un rato más”, dice la amiga. Gratxina cuenta que no está organizando conciertos. Lo tiene todo parado. “Vamos a esperar a que mejore un poco la situación”, afirma. “Queremos hacer las cosas en condiciones, pagar cachés justos… Ahí empezaremos a programar conciertos”.
A las 19:50 piden un Carolina, el bocata estrella del Giroki. El bar de la calle Enbeltran está finiquitando sus pedidos.
La Parte Vieja parece haber despertado de golpe después de un invierno fatal. Sus calles están vivas, hay más movimiento del habitual por estas fechas. “Esta tarde está siendo espectacular. Ojalá fuera así siempre”, dice Dean Tapia desde la barra. Suena Motorhead, después Metallica y también Alice in Chains. Música dura, pesada, antes del cierre. Una señora busca redondear el plan con una ronda extra más allá de la ocho, a ver si cuela. “Te la tendré que poner para llevar”, le comunican.
Un hombre que anda por ahí suelta la frase del día. “Dios existe aunque sea de extrema derecha”. La segunda frase del día sale de La Mejillonera, donde han puesto unas rancheras y una luz blanquísima se refleja en la calle con la potencia de un OVNI. “Esto es una guerra biológica, te lo digo yo”. “Nos va a joder a todos”, le responde su compañero, “ya lo veras”. Después pasan a hablar de la actualidad, de los youtubers que tributan en Andorra.
Por su parte, Miren Nogales, del espacio La Farándula de Egia, resume el estado catatónico del sector en la plaza de la Constitución. “Nos están matando poco a poco”, subraya tras haberse bebido una copa en el bar Hamabost.
Todos bajan sus persianas. Ni rastro de la mecha que se prendió hace unos días y que terminó con varias noches de protesta y disturbios entre jóvenes y la Ertzaintza. Como música de fondo, una cuadrilla de chicas corea lo que parece una canción de pop comercial.
Desde el frontón de la plaza de la Trinidad no se distinguen las voces. Un grupo de amigos está jugando a pelota. Uno de ellos queda apeado a las primeras de cambio. Se sienta. Se llama Aitor Jauregi y lleva una mascarilla roja de SOS Ostalaritza bizirik. El 31 de diciembre tuvo que cerrar Larra taberna, en la calle Ikatz. Está dolido. Y antes de volver a jugar lanza un recordatorio: “Hay convocada una concentración de protesta en la plaza Andia mañana viernes a las 12”.
La pelota se pierde en lo alto del frontón y uno de ellos, un tal Markel, sube a por ella. Durante unos minutos será el protagonista de una pequeña aventura, King Kong en la ladera, asomado peligrosamente al borde del precipicio. Se juega el tipo, pero le sale bien: caen varias pelotas, la tercera es la buena. Ha bajado un poco la temperatura, pero no mucho. Según la farmacia de la calle Mayor, hace 13 grados.
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