Hay historias que necesitan ser contadas o mejor dicho: hay historias que necesitan ser escuchadas. Pero cuando son especialmente traumáticas a veces cuesta encontrar las palabras mientras los recuerdos se difuminan, confunden, contrarían. Sobrevivir a una gran tragedia tiene su precio: buscar un porqué, sentirse culpable por seguir vivo. Implica, además, una ruptura con lo que una vez se fue y un nuevo camino para volver a ser. Y ese tránsito es precisamente el que realizan Ramón y Céline en ‘Un año, una noche’, el filme que ha realizado Isaki Lacuesta (‘Entre dos aguas’) basado en el libro de Ramón González, superviviente del atentado terrorista perpetrado en la sala de conciertos Bataclan de París el 13 de noviembre de 2015. Murieron 131 personas entre ese ataque y los llevados a cabo de forma coordinada esa aciaga noche en cinco restaurantes y cafeterías parisinas y los alrededores del estadio de fútbol de Saint-Denis. Quizá no hay palabras para describir de forma certera esa amalgama de miedo, horror y ansiedad que vivió Francia aquella noche y las que siguieron y tal vez por ello Lacuesta opta por un acertado montaje deslavazado, anárquico, que guía al espectador casi de forma intuitiva por todo ese carrusel de emociones que, a lo largo de todo un año, viven el personaje de Ramón e incluso el de Céline, aunque ella misma se niegue a sí misma al principio su condición de víctima haciendo como si no hubiese pasado nada.
Lamentablemente lastrada por un metraje demasiado largo, lo mejor del filme es quizá el análisis que puede sacarse de la forma distinta en la que Ramón (hundiéndose primero, buscando dar un giro a su existencia, después) y Céline (haciendo su vida de siempre) digieren su condición de supervivientes mientras su relación sentimental se desmorona en una especie de revival igualmente triste y doloroso de ‘Dos en la carretera’ (1967) de Stanley Donen.
Resulta especialmente conmovedor cómo ese viaje personal hacia la superación del trauma comienza para ambos en direcciones opuestas, en la práctica enfrentadas, y cómo la película se estructura en partes tan bien diferenciadas (la primera, la historia de Ramón, interpretado con intensidad orgánica por el argentino Nahuel Pérez Biscayart; la segunda, la de Céline, de la mano de la no menos prodigiosa Noémie Merlant) para confluir y desembocar en un mismo punto: la sanación. Es bonito comprobar que, en realidad, ambos coinciden en los mismos detalles y que son capaces de emocionarse con la belleza aún en momentos tan duros y estresantes.
En realidad, esa búsqueda de la belleza, tan humana, preside todo el filme, desde los primeros planos de los residuos de pólvora y de los supervivientes envueltos en las doradas mantas térmicas de los servicios de emergencia a esos planos tan cerrados que parecen enmarcar una sinfonía del dolor. No obstante, quienes busquen sangre y morbo en las escenas de aquel dramático concierto en Bataclán no lo encontrarán porque ‘Un año, una noche’ es un filme de sensaciones. Quizá por eso, la recreación es creíble y tan impactante.
‘Un año, una noche’ es una película triste, pero no amarga. Un filme que, en el fondo, celebra la vida y la resitúa, meses después en el mismo escenario, Bataclán, en un nuevo concierto con el público queriendo sonreír, queriendo bailar de nuevo, disfrutar. Ni Ramón y Céline son ya las mismas personas. Pero de ellas queda lo bueno: el amor que se tuvieron y unas ganas tremendas de vivir. “The show must go on”, sí, y todas esas frases típicas de las que los cuatro amigos supervivientes ríen su estúpida banalidad días después de los atentados recopilando los mensajes de apoyo recibidos de amigos y familiares. En el fondo, algunos tópicos tienen mucho de certeros.
‘Un año, una noche’ no es una película redonda. Sí, un filme bienintencionado, interesante, con alguna sorpresa (como la muy solvente interpretación del cantante C. Tangana) y, sobre todo, necesario.
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