Durante décadas, reinó la discoteca Jennifer. Un enorme letrero a rayas marrón que ocupaba toda la fachada se imponía con autoridad en la calle Pinar de Irun, a apenas 10 minutos andando del céntrico Paseo Colón. Punto neurálgico de la música bakalao en los años 90, sus sesiones vespertinas se denominaron Jenny Power y se convirtieron en lugar de peregrinación para muchos adolescentes y jóvenes guipuzcoanos.
Hace tiempo que un supermercado Eroski ha sustituido a la antigua discoteca. Divide el tramo en dos y estos días ejerce de frontera imaginaria, una suerte de Checkpoint Charlie local. A las 20:59 ocurre el fenómeno que pone al descubierto las dos almas de la calle. De los portales 1 al 9, sin excepción, un buen puñado de vecinos sale a sus ventanas y balcones y empiezan a atronar las cacerolas, un sonido que tampoco está tan lejos de los famosos acordes del chunda-chunda noventero. El resto de la calle se queda al margen, sumergida en el mismo silencio de los negocios cerrados y un moribundo comercio. La protesta, enérgica, dura 11 minutos.
Uno de los que más se esmera durante la cacerolada es Tito Carballo, presidente de la asociación de vecinos del barrio, que mira para un lado y para otro, como queriendo medir la temperatura del hartazgo. ¿Qué pretenden conseguir con esta acción simbólica que inauguraron el lunes? Carballo se detiene un momento y alza la voz. “Queremos que nos hagan caso. Estamos vendidos. ¡Estamos hasta los cojones!”, grita visiblemente enfadado para a continuación volver a tocar la cacerola.
A unos metros de su casa, en la antigua pescadería Bidasoa, se encuentra el origen del problema. Según cuentan los vecinos de la zona, el local en desuso había sido ocupado hace aproximadamente un año coincidiendo con el final del confinamiento. Ahora ya no hay nadie en su interior. Tan solo sobreviven las ruinas de un lugar en absoluta descomposición, con todo tipo de muebles rotos y suciedad esparcida por el suelo. El ruido y los conflictos entre los propios compañeros del espacio abandonado se han ido sucediendo con asiduidad hasta que el fin de semana, coinciden los afectados, terminaron de explotar.
Pero no todo el mundo opina igual. Una mujer se enzarza con otra señora que pasea a su perro por la acera. Discuten sobre la gravedad de los hechos:
-Entraban, salían y ya está. Descansaban y punto. ¿Esta gente da problemas?
-Sí, bastantes.
-¿Qué problemas?
-No dejan dormir. Hasta los del portal 7 y 9 nos despiertan. Levantan escándalo.
-¿Qué escándalos?
-Pregúntale a cualquier vecino. Llevamos todo el año así, hijo-, dice la señora de la mascota dirigiendo sus palabras al periodista.
Algunos vecinos se incorporan espontáneamente a la conversación y se alinean con la versión más pesimista. Una mujer intercede desde el balcón. “El sábado por la noche destrozaron dos coches. Fue acojonante. El domingo ni te cuento”, relata. En la conversación cruzada sale el nombre de un tal «Josep», uno de los ocupantes. Se contabilizan las idas y venidas de los coches patrulla y se describe un ambiente conflictivo que acaba de alcanzar su pico de gravedad. Los ánimos están caldeados. Una familia sale del portal de al lado. “Josep corría desnudo por la calle. El chico estaba en pelota picada de madrugada y la policía le pedía que se vistiese”, dice la madre. “Entre el sábado y el domingo la Ertzaintza igual vino 10 veces”, afirma su pareja.
A las 20:05 horas un coche de la policía vasca se detiene enfrente del local. Echan un rápido vistazo sin salirse del vehículo y se van. Ya han cumplido con el trámite. En esta zona donde conviven ciudadanos de distintas nacionalidades hay varios bares latinos con animada música caribeña. En el de Andrea suena Maelo Ruiz y luego Tito Gómez, clásicos de los años 90 que la dueña del Macondo define como “salsa romántica”. “Es por las vivencias que cuentan en las letras”, aclara.
Las especialidades del lugar son unas alitas de pollo fritas “mejores que las del KFC”, además de un contundente puchero al que llama sancocho, “más conocido como levantamuertos”, dice Andrea con el plato en la mano. En el Macondo no son ajenos a las peleas y el mal ambiente que se ha generado últimamente alrededor del local ocupado. “Nos acaba salpicando”, reconoce Andrea. “A ver, Pinar tampoco es Melrose Place”, comenta un cliente habitual. Y todos en Macondo acaban riendo la ocurrencia, seguramente porque lleva razón: no lo fue en tiempos del Jennifer ni lo es ahora.
Al otro lado del Eroski, en el extremo más cercano a Hondarribia, vive una mujer de 39 años. Desde su portal, el número 15, no es consciente del “bochincheo” (borracheras y escándalos, en su jerga colombiana) que tiene lugar más arriba. A su alrededor el ambiente comercial es deprimente: casi todo está en venta o se alquila, salvo un par de tiendas de motocicletas. A la altura donde vive Tito Carballo, en cambio, se oye salsa cubana y en las paredes han pegado una nota informativa que anima a sumarse a la protesta vecinal: “Basta ya. Aski da. Todos los días a las 21:00 horas desde los balcones y ventanas cacerolada por la seguridad del barrio”.
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