Empecemos por el final. Durante la matanza de Srebrenica, en julio del año 1995, un total de 8.373 hombres de etnia bosnia musulmana fueron fusilados por los serbios ante la pasividad de los cascos azules holandeses encargados de proteger esa zona, declarada segura por la Organización de Naciones Unidas (ONU), durante la guerra que siguió a la descomposición de la antigua Yugoslavia. Teniendo en cuenta estos antecedentes históricos, la primera secuencia con la que comienza ‘Quo vadis, Aida’, una notable producción cinematográfica de Bosnia y Herzegovina dirigida por Jasmila Zbanic, se manifiesta quizá como una forma de detener el tiempo. La cámara, en un lento y pausado ‘travelling’ lateral, retrata en primer plano, uno a uno, casi al detalle, como en una pintura del Renacimiento, al marido y los dos hijos adolescentes de Aida. A partir de ese momento sabemos que la película será la desesperada lucha de ésta, traductora del destacamento de cascos azules holandeses, por tratar de mantenerles a salvo.
Como espectadores, 26 años después de aquella terrible masacre, sabemos lo que va a pasar, por eso la angustia es mayor y se apodera de nosotros en la butaca al ver las escenas (esas mismas que se contemplaban en los informativos televisivos de los años 90 y que eran reales) que recrean los miles de bosnios (hombres, mujeres, niños y ancianos) congregados a las puertas de la base holandesa de los cascos azules buscando ayuda.
Lo que pasó en los Balcanes es algo difícil de entender en la actualidad, casi tanto como lo fue en su día. De la noche a la mañana, una sociedad ‘hilada’ con distintas culturas y religiones rompe su armonía azuzada por la radicalización de su clase política y militar dando pie al peor genocidio de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial. Viendo ‘Quo vadis, Aida’, es inevitable que vuelvan a la memoria muchos de los rostros de aquellos refugiados, de aquellas escenas de destrucción, desolación y crueldad que narraron reporteros como Arturo Pérez Reverte o inmortalizaron fotoperiodistas como Gervasio Sánchez. El impacto de esta película, que estuvo nominada al Oscar al mejor filme de habla no inglesa, viene dado, precisamente, de nuestra memoria, aunque sea vaga, de aquellos aterradores francotiradores en torno a los mercados, de las terribles fosas de cadáveres que se iban descubriendo, de la violación sistemática de miles de mujeres. A ese recuerdo apela precisamente la directora bosnia con esas elipsis que hacen casi más terribles los fusilamientos que no vemos.
En la película se han recreado fielmente, sin embargo, algunas otras de esas imágenes (todo ocurría a poco menos de hora de Venecia, no lo olvidemos) ante las que comíamos o cenábamos impasibles mientras veíamos el informativo en los 90: las palabras exactas del discurso triunfal que el genocida general serbio Ratko Mladic ofreció al entrar en Srebrenica, el desamparo de los refugiados, la separación de hombres y mujeres en esos autobuses y camiones de la muerte… Pero, sin duda, produce vergüenza, sobre todo, recordar la actitud de los cascos azules, entre el sometimiento a Mladic, la negación de los hechos (algunas ejecuciones se hicieron a escasos metros de su base y fueron vistas por algunos soldados) y un estúpido plan de ceñirse a algunas normas o protocolos. Causa estupor que no sean capaces de mover un dedo para salvar miles de personas o tan siquiera para preservar una sola vida. La historia pone a cada cual en su sitio y es interesante que esta película contribuya a hacerlo, aunque es innegable que ocurra desde una posición muy marcada: la de las víctimas de Srebrenica. Pese a lo que pueda parecer, eso no compromete la credibilidad del filme, bien desarrollado, aunque contundente; sin apelar al sentimentalismo barato. No lloramos, nos cabreamos.
No es casual que el título de la película esté en latín, apelando a ese escenario común, ese pasado entrelazado que une a un continente europeo que, en los peores momentos, es coto del egoísmo y la falta de solidaridad.
Pero quizá una de las escenas más impactantes (terriblemente poética, además) es el ‘flashback’ en el que Aida recuerda un anodino concurso femenino a la mejor peinada seguido de una fiesta con amigos. Todos acaban bailando en círculo, alegres, aunque, poco a poco, sin saber por qué, dejan de estarlo… Extraordinaria metáfora del conflicto de los Balcanes. En realidad, de cualquier guerra, una prodigiosa escena del recuerdo de un perdido pasado feliz desde el dolor del presente.
Mención especial merece, además, la interpretación de Jasna Djuricic como Aida, una ágil dirección, así como buena ambientación que da mucha credibilidad a la película y, por supuesto, ese epílogo que aterra. Porque después de la guerra, víctimas y verdugos vuelven otra vez a cruzarse en las calles…
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