La mullida hojarasca acariciaba sus pies, podía sentir la vitalizante humedad otoñal, traspasando su calzado de cuero curtido. En el silencio del bosque, tan sólo se escuchaba el sonido de sus pasos y el canto de algún pajarillo despistado. Era una sensación que le apasionaba, caminar en solitario por el bosque, justo en ese momento en que el otoño tiñe los árboles de mil tonos ocres, naranjas, amarillos y rojos. En ese bosque, en su bosque, al cobijo de hayas centenarias, del susurro misterioso del río y el viento en los árboles. A medida que ascendía por el difuso sendero, se hacía más perceptible el rumor del río. Un magnetismo inexplicable, le llevaba a sucumbir a sus encantos, a buscar su cauce entre la frondosidad de la floresta. Sabía, que tras las lluvias de la semana, el río le regalaría toda su fuerza, su energía telúrica, le ofrecería su coraje, en definitiva, el caminante solitario sabía que aquel río le regalaría vida.
Tras una curva en el sendero, justo en el momento en que el sonido se escuchaba en su máxima potencia, apareció. Allí estaba, enorme, descomunal, tal y como había pensado, su río, el río mágico. Una preciosa cascada se descolgaba frente a sus asombrados ojos, porque por muchas veces que sus pasos le trajeran a este paraje, siempre era una sorpresa reencontrarse con el río, como quien se reencuentra con un viejo y querido amigo. Continuó aún un corto tramo del sendero, junto a la ribera, y llegó hasta el punto donde el río emerge de la impresionante pared caliza. Justo aquí en su nacimiento, su pueblo, había erigido varias aras de piedra en honor a las ninfas que según creían habitaban en el paraje, también a su dios, Aituneo. El caminante, se mantuvo en silencio, comulgando con los genios, con el mismo río, Se desnudó y se sumergió en las gélidas aguas, una impresionante sensación de bienestar inundó su cuerpo. El paraje era maravilloso, de un rinconcito en la parte baja la pared caliza, emergía casi imperceptiblemente, el río mágico, como un regalo de la madre Tierra, rodeado por mil y una especies de árboles, fresnos, hayas, robles, alisos, sauces, encinas, tejos,… un mágico paraje, que no pasó desapercibido a sus ancestros.
Hoy nos vamos, a un bellísimo rinconcito de nuestras montañas, un rinconcito escondido en un maravilloso hayedo, un rinconcito que atesora viejos cultos perdidos en el tiempo, vieja mitología, el nacedero del río Zirauntza, conocido como Iturrutxaran.
Para conocerlo, debemos llegar a la localidad alavesa de Araia, ubicada en plena Llanada. Aparcamos junto al centro de interpretación del Mintxarro, donde podemos visitar una interesantísima exposición sobre el lirón. Por la parte trasera del edificio, parte una senda que sigue las marcas balizadas verdes y blancas que sin perdida nos llevaran al nacedero. La senda va ganado altura pausadamente entre bellos ejemplares de robles, hasta llegar a una pista. En el cruce, seguimos por el sendero de la izquierda, sin perder las balizas, y pasamos junto a las ruinas de la fábrica de Ajuria-Urigoitia. El bosque comienza ahora a ganar terreno, impresionantes hayas trasmochas salen a nuestro encuentro, regalándonos unas sugerentes formas. Pausadamente, disfrutando cada paso en este maravilloso bosque, nos acercamos al río Zirauntza. El sendero, sin perdida alguna, llega a un cruce, donde se presentan dos opciones, ambas confluirán en el propio nacedero del río, el de la izquierda, llega al mismo, por la ribera del río, y el otro, tras subir un poquito, alcanza un canal, que nos llevará directos al nacedero.
El paraje, es impresionante, una enorme pared caliza, alberga una surgencia en su zona izquierda, donde brota el río, que inmediatamente se encuentra con un salto. Sentados en este lugar, escuchando el rumor del río, no es de extrañar, que nuestros ancestros ubicaran aquí varias aras votivas, en honor a las deidades. Esto nos habla de la magia del nacedero, que calo profundamente en las almas de nuestros antepasados, al igual que en las nuestras, almas de hojarasca y viento libre. En concreto se localizaron cuatro aras de época romana, pero posiblemente de factura indígena, una de ellas presenta una inscripción referida a las ninfas, y otra dedicada a una divinidad llamada Aituneo, al parecer de origen indoeuropeo. Esto nos indica, posiblemente, la sacralización del propio río. Las ninfas eran deidades femeninas de origen griego, vinculadas a lugares concretos como los manantiales. Numenes que emparientan directamente con nuestras lamias, genios mitológicos con cuerpo de mujer y pies de ave, que se dedican a peinar sus largos cabellos con un peine de oro, herederas directas de los antiquísimos cultos acuáticos.
Dejamos a las ninfas y lamias, en su feudo misterioso y magnético del nacedero del río Zirauntza, y continuamos por nuestro vagabundear por estos impresionantes parajes. Ahora debemos seguir caminando siguiendo las marcas rojas y blancas de un sendero de Gran Recorrido. Pegados a un canal, vagabundeamos por el bosque que nos acoge abrazándonos con fabulosas hayas, robles o fresnos. Así llegamos hasta una presita, donde termina el canal y surge un sendero, que en descenso, nos lleva sin perdida de vuelta a Araia.
El río Zirauntza, continuará impasible sus ciclo vital, llevando los secretos ocultos de la montaña, los misterios y las historias de dioses y ninfas, la magia magnética del bosque, y porque no, parte de nuestra alma, hasta unirse al arcaico hechizo de la mar.