El río Bidasoa, el último río mágico de los vascos, acaricia una preciosa tierra de praderas verdes y dulces, una tierra cargada de mitos y leyendas, de pueblos bellos y tranquilos, de bosques intrincados y mágicos que nos invitan a perdernos en su espesura. Es el eje, no solo de una región, sino de una forma de ser y de entender la vida, de las gentes que habitan en sus riberas. Sus márgenes han sido testigos de innumerables historias de contrabandistas, viajeros, escritores, artistas, montañeros que, imbuidos por su telúrica magia, se han dejado mecer, dulcemente, por el rumor de sus aguas. Pero además, el Bidasoa, esconde en sus montañas, parajes de profunda belleza, rinconcitos de magia arcaica, esperando a ser caminados sin prisa, esperando a que los descubramos y nos dejemos imbuir de su energía ancestral. Caminemos hacia uno de estos lugares, caminemos hacia el molino del infierno. Su nombre parece hablarnos de lo tétrico del infierno, del diablo, común en muchas leyendas vascas, en las que se da un importante sincretismo entre el mundo pagano y el cristiano, donde genios arcaicos conviven con personajes cristianos. Pero el nombre de nuestro objetivo de hoy más bien pudiera deberse a lo intrincado de su localización, que a lo relativo al averno, pues basta sentarse junto al arroyo del infierno que mueve el antiguo engranaje del molino, para darse cuenta de que, el rincón, tiene muy poco de infernal.
Para llegar hasta este molino, debemos alcanzar el restaurante Etxebertzeko borda, lo que hacemos, bien desde el pueblo de Etxalar, o bien siguiendo la carretera del barrio de Orabidea, en la localidad de Lekaroz. Una vez en la taberna, aparcamos el coche y nos calzamos las botas para sumergirnos en la magia del bosque, buscando el cauce del pequeño riachuelo. Seguimos el sencillo sendero que nos lleva, suavemente, entre hayas trasmochas, castaños y robles, viejos árboles que adquieren una y mil y formas esculturales, y que acarician con sus ramas nuestro caminar, como si de alguna manera oculta, incomprensible, nos dieran la bienvenida a estos, sus dominios, desde lo más profundo de su atávico ser. Vadeamos varios riachuelos afluyentes del que seguimos, mediante rústicos puentes de madera. Continuamos nuestro marchar por estos caminos solitarios, pero que hace no tanto tiempo, eran un auténtico bullir de gentes de todo tipo, contrabandistas, mercaderes, arrieros, carabineros, paisanos que acudían a moler a estos parajes sus cereales, ocultos en la inmensidad de la noche, evitando así las prohibiciones gubernamentales.
El caminar es una delicia, vamos despacio, saboreando cada rincón, cada hoja, cada olor de este enigmático bosque, esperando que en cada revuelta del camino aparezca un ser mitológico. Hasta que, de pronto, como si de un regalo de la naturaleza se tratase, surge ante nosotros el molino, escondido en la profunda espesura del bosque, de la magia y de la historia.
La bella caseta que guarda la maquinaria, se ubica en un puente sobre la regata del infierno, una de sus orillas pertenece a Etxalar y la otra al valle del Baztán, una cascada natural cae sobre una poza, creando un paraje bucólico, enigmático y atractivo como pocos, en la vieja tierra de los vascos. Es precisamente en esta poza, donde nuestra vieja mitología ubica a las lamias, nuestras hadas de los ríos. Hubo un momento, en que la religión animista, pasó a ser una religión politeísta, entonces, los cultos a determinados elementos de la naturaleza, adquirieron formas humanas, las lamias pudieran ser la herederas de los viejos cultos a las aguas. Una de sus características, es que tienen forma de mujer, pero sus pies son de pato, y dedican su tiempo a peinar sus largos cabellos, sentadas junto al río, con un peine de oro. Suelen tener relaciones con los humanos, que si bien en ocasiones llegan a buen fin, generalmente acaban en tragedias.
El molino, restaurado, nos permite conocer el sistema de engranajes que utilizaban para la molienda, pues suele estar abierto y se puede visitar libremente. El agua de la cascada al precipitarse, entra en un canal realizado en embudo, que la lanza contra la enorme rueda de piedra. Esta gira, lo que hace funcionar el mecanismo que hace rotar las piedras de molienda ubicadas en la parte superior, cada una de ellas gira en un sentido y están estriadas, mientras, el molinero introduce el grano en la tolva, que se convertirá en harina. Hasta aquí acudían gentes de los caseríos de la zona para moler el grano en los tiempos duros de la posguerra, allí al abrigo del bosque.
Nos cuesta abandonar este mítico paraje, la soledad que se respira, la profunda magia del bosque y del río, su vieja historia, sus mitos, nos invitan a dejarnos mecer por el rumor de la cascada, a dejarnos embaucar por los cantos de las lamias, y quedarnos allí en la seguridad de las montañas. Pero tenemos que regresar, volvemos por el mismo camino, sin prisa, dejando allí, en su atávica belleza, al molino del infierno.