La mullida hojarasca acariciaba sus pies, podía sentir la vitalizante humedad otoñal, traspasando su calzado de cuero curtido. En el silencio del bosque, tan sólo se escuchaba el sonido de sus pasos y el canto de algún pajarillo despistado. Era una sensación que le apasionaba, caminar en solitario por el bosque, justo en ese momento en que el otoño tiñe los árboles de mil tonos ocres, naranjas, amarillos y rojos. En ese bosque, en su bosque, al cobijo de hayas centenarias, del susurro misterioso del río y el viento en los árboles. A medida que ascendía por el difuso sendero, se hacía más perceptible el rumor del río. Un magnetismo inexplicable, le llevaba a sucumbir a sus encantos, a buscar su cauce entre la frondosidad de la floresta. Sabía, que tras las lluvias de la semana, el río le regalaría toda su fuerza, su energía telúrica, le ofrecería su coraje, en definitiva, el caminante solitario sabía que aquel río le regalaría vida. Ir al blog
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