Además de la vacuna rusa contra el coronavirus, Sputnik es conocido por haberse convertido en el primer satélite que se lanzó al espacio en 1957. Durante 98 minutos orbitó alrededor de la Tierra y puso a la Unión Soviética al mando de la carrera espacial en plena Guerra Fría. Luego se sucedieron otros Sputnik, con más o menos éxito; hasta hubo una perrita, Laika, que fue víctima de estas aventuras espaciales y falleció lejos de este mundo. ¿Puede una nave espacial aterrizar en Gipuzkoa, esculpir un barrio entero a su imagen y semejanza y dejar su impronta para siempre? Con imaginación, un Sputnik a la guipuzcoana es posible.
Fortu Ruiz de Eguilaz es vecino de Tolosa. Tiene 75 años y se pasa el día dibujando caricaturas de personajes famosos y anónimos. Vive en un dúplex desde donde se domina la villa entera. Los montes de la zona (Txindoki, Hernio, Uzturre) se despliegan armoniosos formando una bella postal del País Vasco rural. “Es una maravilla, ¿eh?”, dice asomado a una larga terraza que comparte con los vecinos de su planta, la número seis. “¿Con estas vistas cómo me voy a ir al centro de Tolosa? Ni loco. Me quedo aquí”, recalca orgulloso. Fortu se desplazó hace unos 40 años a una de las cinco torres más altas del municipio. No recuerda la fecha exacta en la que se mudó a un Sputnik, el nombre cósmico con el que se bautizaron en su momento. Mientras el dibujante explica orgulloso las bondades del edificio, un joven con una camiseta del Barcelona sale al pasillo y se saludan amablemente.
El arquitecto catalán Armando Roca fue el ideólogo de estos curiosísimos rascacielos con forma de cohete levantados a las afueras de Tolosa, en el barrio Izaskun. Se encontró con la mano tendida de varios cooperativistas locales que “querían construir viviendas dignas para la gente que trabajaba en la industria. Tuve la suerte de que los que me propusieron el proyecto me conocían y confiaron en mi propuesta”, explica en la sede de Arquitectura de Euskadi en una charla sobre la periferia con Erik Harley, autor de “El milagro de Gipuzkoa”, y otro arquitecto, el donostiarra Jonander Agirre.
Recién salido de la universidad, Roca tenía “muy frescas” las enseñanzas de Frank Lloyd Wright y Le Corbusier. “Con este bagaje no podía seguir ahondando en el postfranquismo”, reconoce, así que cogió un terreno triangular, ubicó los bloques mirando al sur y diseñó unas torres con estética futurista y de corte de ciencia-ficción. Coronó las cubiertas con unas peculiares capuchas puntiagudas que, desgraciadamente, ya no existen. Aportó calidad de vida a sus habitantes y un extra de distinción.
Una de las características principales es que todas las viviendas son dúplex: un piso de dos plantas unidas por una escalera interna. “La gente pensó al principio que eran casitas de dos plantas”, recuerda Roca. “Luego vieron que no. Y tienen la ventaja de que son como sándwiches: el dormitorio está atrapado entre la cocina y el comedor del vecino y el de tu propia casa, con lo cual el ruido está asegurado”, afirma con guasa. La terraza comunitaria de la que tanto disfruta Fortu tenía más miga de lo que puede parecer. “Sirve para tomar el sol, hablar con los vecinos mientras tiendes la ropa… Quería que se mantuviera algún tipo de intercambio social”, señala el veterano arquitecto.
12 pisos son muchos pisos. Y Armando Roca se las tuvo que ingeniar para que el agua llegase a todos sus vecinos, desde el primero al último, desde abajo hasta arriba. “Las cañerías de agua no tenían presión suficiente para subir a la planta doce, así que trajimos de extranjis varias cosas de Alemania” con la desinteresada colaboración de los cooperativistas que exportaban maquinaria a Europa. “Les dijimos que nos compraran unos aparatos que colocamos en el cuarto de bombas de agua de la planta baja para lograr la presión que necesitábamos”, desvela. Así fue cómo trajeron “hace 50 años” los calentadores Junkers. “Todavía funcionan”, afirma Roca con un punto de orgullo.
En todo este tiempo, los Sputnik tolosarras se han apartado sustancialmente del proyecto original. La cubierta ha perdido el brillo inicial -“no lo entiendo, meter una cubierta de un caserío a un edificio del siglo XX…”, se lamenta Roca-, los satélites dibujados con latón en los portales han desaparecido, así como la pérgola que conectaba los edificios para resguardarse de la lluvia. Los espacios ajardinados comparten ahora espacio con un centro escolar y un patio donde los niños juegan a fútbol.
Por su parte, los bajos -en su mayor parte oficinas- han quedado abandonados a su suerte y la mayoría están en desuso o cerrados. En uno de ellos -otro dúplex- crea sus caricaturas Fortu, que no repara en los azulejos de la pared que parecen diseñados por un astrónomo, con un montón de planetas flotando en el espacio exterior. “Ah, ¡es verdad!», reacciona sorprendido ante una imagen que habrá visto miles de veces. «¿Ves?», continúa, «¿a qué hoy en día ya no se hacen este tipo de cosas?”. “El de los Sputnik es un mundo distinto, ni mejor ni peor que el que tienen en el casco histórico de Tolosa”, resume Armando Roca.
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