Desde las 9:45 el goteo de bañistas es continuo. Hombres y mujeres de más de 65 años salen del centro deportivo Hegalak, en los bajos de La Concha, y se dirigen plácidamente al agua, como si fuera un día cualquiera de verano. Se forman pequeños grupos de dos o tres personas. «El agua está a unos 11-12 grados», dice uno de ellos. «Exactamente a 11,2», le replica otro señalando el reloj de su muñeca. Están descalzos, llevan puesto el bañador y algunos cubren su cabeza con gorros de natación. Lo justo. No utilizan trajes de neopreno. “Eso es hacer trampa”, comentan en broma. La marea está bajísima, el mar tranquilo. Caminan un buen rato hasta el agua. Poco a poco sus cuerpos se pierden, se difuminan en el horizonte.
Unos 10 minutos después, el mar devuelve a la orilla a sus primeros nadadores en esta fresca y ventosa mañana de febrero. “El viento es lo peor”, asegura Conchi, que desde que se jubiló en 2015 trata de no perderse un baño. “Es como una medicina. Lo notas en el cuerpo. Entras de una manera y sales de otra muy distinta. Sufrimos cuando entramos, ¡qué fría está el agua! Pero una vez dentro estás muy a gusto”, describe. Hasta la irrupción de la pandemia utilizaban las cabinas públicas de La Concha, pero al “no haber duchas de agua caliente”, cuenta Conchi, se han tenido que repartir entre los diferentes clubs de la zona.
“Es muy difícil explicar lo que uno siente en el agua”, cuenta por su parte Maite. Está contenta, se ha divertido de lo lindo. Antes de detenerse en el borde de la orilla charlaba animadamente con unos y con otros. “Cuando me meto dentro del agua lo que me gusta es reírme, jugar, hablar, nadar…”, explica. Lleva 21 años ininterrumpidos bañándose en La Concha. Empezó de manera “fortuita”, acompañando a una amiga que decía que así “evitaba catarros” y cuidaba su salud, como en un gran balneario al aire libre. Ya se ha convertido en un ritual.
“Este año es la primera vez que vengo todos los días. Engancha. Me lo decían y no me lo creía hasta que lo he comprobado por mí mismo”, afirma José Luis, un antiguo director de una empresa de papel que antes del chapuzón pasa “una horita” ejercitándose en el gimnasio. El truco de la perseverancia, según desvela, consiste en en “aguantar” los meses fríos de otoño. Una vez pasada la prueba, todo es más fácil. “En octubre dejaba de venir y ya no seguía. No hay que dejarlo”, advierte.
Pasadas las 10 de la mañana ocurre un pequeño acontecimiento que alborota al grupo. “Entrevístale a ese, ¡ese es tu hombre!”, exclaman. Miguel, un mecánico de 87 años, sale feliz de su baño diario. Se mueve con soltura en la transición del agua a la arena, como si la edad no le pasase factura. Es el bañista más veterano. “El agua tiene algo especial”, dice. Ha venido acompañado de una mujer que se mete al agua con ayuda del neopreno. ¿Pero eso no era jugar con ventaja? “¡Claro que sí, es una tramposa!”, bromea Miguel camino a la ducha.
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