En el bar Satorra un veterano parroquiano que sujeta una cerveza lanza un mensaje que se repite casi en cada esquina: “Llevo más de 60 años viviendo aquí. Lo he oído muchas veces. Cuando vea cómo derriban el cuartel me lo empezaré a creer”. En Loiola están abonados al escepticismo. El pasado verano arrancaron las obras en su arteria principal, la Travesía de Loiola, con un coste de 5,8 millones de euros y varios años de retraso a sus espaldas. El objetivo es tan ambicioso como práctico: con su transformación en un bulevar “más cómodo e integrado en el entorno”, se pretende suprimir la actual trinchera que divide al barrio en dos. Las obras siguen su curso y a la calzada le están dando la vuelta como un calcetín. Sin embargo, nadie o casi nadie piensa aquí que se vayan a respetar los plazos estipulados (14 meses, en otoño debería estar listo).
Y cuando ocurre y los trabajos llegan a su fin, parece que no se lo terminan de creer. Debajo de las vías del topo un puñado de adultos acompañan a sus hijos en los juegos infantiles a resguardo del mal tiempo. Tras varios años de ruido, polvo y demora a finales de 2017 se urbanizaron los alrededores de la nueva estación, un enorme armazón de corte futurista. Una de las madres pasó su infancia en Loiola:
-¿Cómo era el barrio que conociste? ¿Ha cambiado mucho?
-Pues más o menos igual que ahora. No ha habido muchos cambios.
-Pero, un momento, ¿existía este espacio?
-¡Tienes razón!-, responde como si se le hubiera borrado de su mente.
No suele ser lo habitual. El sonado acuerdo entre el Gobierno central y el PNV abrió a finales del año pasado la vía para la construcción de más de 1000 viviendas en suelo militar. Las promesas de las instituciones, según coinciden muchos vecinos, rara vez se cumplen y si lo hacen tardan “siglos” en ejecutarse. “Los proyectos que se hacen se quedan a medio camino. Salvo con el topo, para todo lo demás tardan 500 veranos. Con los cuarteles pasa lo mismo. Queremos un barrio vivo de una vez”, resume en su estanco Igone Odriozola. Un cliente con una gorra de Metallica participa en la conversación. “Con Ciudad Jardín estamos igual. El dinero está asignado, son más de 10 millones de presupuesto, pero todavía no han hecho nada”.
Ubicado entre la línea del topo y la variante, de camino a Riberas, Ciudad Jardín es un barrio dentro de otro barrio. Una agradable trama de villas y pequeñas casitas de colores vivos que el Ayuntamiento se comprometió a remodelar “a inicios de 2021”. La actuación incluye 260 nuevas viviendas, zonas verdes, canchas deportivas, equipamientos viales… De momento, no hay indicios de movimiento de tierra. La tranquilidad es absoluta y el único ruido que se oye es el de los trenes que circulan al lado. “Se han puesto antes con unas obras de Añorga, así que aquí nos toca esperar”, comenta resignado el chico con gorra antes de marcharse.
Una anécdota ilustra el déficit histórico que sufre el barrio: muchos siguen pensando que la canción ‘behin batean Loiolan de Bilintx’ -que en su día popularizó Egan- se refiere al pueblo guipuzcoano del mismo nombre. La realidad es que el bertsolari donostiarra describía un suceso real que le había ocurrido, precisamente, en las fiestas del barrio.
Con el comercio local casi extinguido, la vida en Loiola gira en torno a su hostelería y los parques infantiles. Algunas paredes del barrio están decoradas con vistosos murales que animan y dan color a la zona. Delante de uno de estos grafitis pasean dos adolescentes, Mamen y Nahikari, que defienden su barrio con algunos matices. “Está bien. No hay mucho que hacer y la vida es tranquila. Queda un poco lejos del centro, pero con el topo se llega enseguida”.
Detrás de la casa de cultura pasa el río Urumea en silencio, que atraviesa Loiola por un costado. Los cuarteles mandan al otro lado sobre una gran explanada que se despliega como una alfombra. Como en la canción, está tan lejos y tan cerca al mismo tiempo. Al cruzar el puente de Alfonso XIII, un mensaje colocado en un poste amarillo marca el límite a escasos 10 metros de la garita del cuartel: “No sobrepase la línea hasta que lo indique el personal de seguridad”.
La gente continúa entrando al estanco, y en el bar Elizalde se siente que el monotema del barrio, que hasta ahora era era el cuartel, ha sido desbancado por la pandemia. ¿Los militares vienen mucho por aquí? “Apenas hacen vida en Loiola, no están muy integrados”, contestan.
En la peluquería mixta de Inma Sasiain están a punto de lavarle el pelo a una señora llamada Charo. Viene todas las semanas, es ya un ritual coqueto. Cuando oye la palabra AYUNTAMIENTO se enciende y empieza a lanzar todos sus dardos al alcalde, Eneko Goia. “Llevo votando desde los 16 años y he visto alcaldes de todos los colores, ¡pero como éste ninguno! Le dan igual los barrios, él mismo lo dijo. Por mí que se vaya de vuelta a su pueblo”, sentencia.
Loiola vibra como una ciudad de tamaño familiar, bastante al margen de lo que pasa en Donostia. Sus vecinos se sienten ninguneados y, de alguna manera, el sentimiento de abandono les ha servido para reforzar sus lazos. “Somos una piña”, resume Igone. Esta estanquera recuerda que el barrio protagonizó un insólito capítulo en el programa de ETB 1 Herri Txiki, Infernu Handi, en un principio destinado a pequeños municipios del País Vasco. A continuación, se viene arriba. “Loiola es como Nueva York”, asegura. “Tenemos de todo. Caseríos, villas, apartamentos, inmigrantes, dos estaciones de tren, militares, una cárcel al lado…”.
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