Aunque es una merienda más propia de frías tardes de invierno, los churros con chocolate entran bien en cualquier época del año. En la chocolatería Santa Lucía de la calle Puerto, un establecimiento de toda la vida abierto en 1956 en su emplazamiento original de la calle 31 de agosto, es el plato estrella. Son las cuatro y media de la tarde de un desapacible día de Semana Grande. Fuera llueve y los paraguas se tuercen a su paso por los puentes sobre el río Urumea. Como si se fuera a acabar el mundo. Las calles atestadas de turistas y visitantes están semivacías, en las playas no debe de haber más que un puñado de fieles bañistas y hoy toca hacer cosas que en un soleado día de verano no pega demasiado.
Como saludar a los peces en al Aquarium. Entrar al museo San Telmo. Ver qué se cuece en Tabakalera, aislada desde el año pasado por las obras en el pasadizo de Egia. Ir al cine. Y un plan que no falla: darle un gusto a nuestro paladar tradicional y castizo, rememorar nuestras raíces, regresar a una infancia feliz, pringarnos los dedos de azúcar, mojar en una taza caliente un rico lazo crujiente. El binomio churro y taza de chocolate recobra una fuerza inusitada con el tiempo pocho.
«La clave es que haga frío y no llueva». La frase es de Alberto, el churrero de Santa Lucía, de origen gallego, que algo sabe sobre este oficio. No se cumplen del todo los requisitos meteorológicos, pero en el ecuador de las fiestas el tiempo se ha vuelto del revés y la sala empieza a llenarse de churrófilos. ¿Cuántas raciones de churros pueden salir en un día bueno? Alberto calcula que por encima de 300 platillos, una cifra que, asegura, se multiplica varias veces en Navidades.
Señala el cubo donde se almacena la masa de la harina: «Cuando trabajamos mucho se gastan dos de estos». El proceso de estos deliciosos fritos es sencillo y rápido. Llevan tres ingredientes: harina, agua y sal. Al lado de la balsa de aceite donde se bañan los churros, una máquina se encarga de darle la forma de tubito. Alberto enseña orgulloso su obra. «Algunos han llegado a decir que son congelados, pero ya ves que no».
En la chocolatería Santa Lucía un platillo de churros (media docena) con chocolate cuesta 4,20 euros. Si se prefiere, por un precio algo inferior (3,60 euros) se puede optar por acompañar el goloso manjar con un café con leche. A una familia se le abren los ojos cuando una montaña de churros se posa sobre la mesa. Son cuatro raciones. Precio: 16 euros. «Está bien. Aquí los precios no los suben, son los de siempre», dice una de ellas.
Una pareja de unos 40 años se han salido un poco por la tangente y en lugar de churros se han decantado por el gofre con chocolate (2,50 euros), otro de los clásicos de la casa. Itziar es donostiarra; Jorge, de León. Vienen de ponerse morados a pintxos en el bar Martínez de la calle 31 de agosto. «Es el mejor de la ciudad», dice ella. En realidad, la primera opción era el Aquarium pero como «la cola era tremenda» han terminado «en la churrería de siempre».
La estética del local tiene su aquel, como si se hubiera detenido varias décadas atrás. A las numerosas fotos en blanco y negro de Donostia, le acompañan varios mensajes e imágenes de gran tamaño que ensalzan la cultura del chocolate. En uno se lee: «…Todo el mundo tiene un precio: el mío, el chocolate». Hay muchas fotos de comida rápida, como si hubiéramos viajado a los años 80 a bordo del Delorean. Son creaciones baratas y poco exigentes que en el luminoso de detrás de la barra tienen los precios escritos a boli: platos combinados de toda la vida, hamburguesas, alitas de pollo, patatas fritas…
Ninguna ración supera los 10 euros. Algunos clientes desafían la clásica merienda y se meten entre pecho y espalda un filete de carne con patatas. Son los menos. Dos jóvenes turistas suizos (Lea, de 20 años, y Friedrich, de 25) han caído de rebote en Santa Lucía. Eligen el clásico tándem: churros con chocolate. Fuera sigue lloviendo y hace fresco y se está formando una larga cola en la barra. Alberto, el churrero, tiene faena.
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