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‘Las cartas de amor no existen’, cómo intentar no fastidiarla del todo con tu ex

Jérôme Bonnell construye en esta exquisita película francesa un original retrato del desamor desde la comedia agridulce

Una de las escenas de ‘Las cartas de amor no existen’.

Recibir una carta es ya una cosa nostálgica del pasado en un mundo cada vez más virtual. Pero, hagamos examen de conciencia: ¿Cuándo fue la última vez que cogió bolígrafo, papel, un sobre y un sello para hacerle llegar noticias a familiares y allegados? ¿Cuándo fue la última vez que escribió a alguien lo mucho que le quiere de su puño y letra? Jonás (Grégory Montel), un parisino en el día más horrible (y no sólo por la resaca) de su vida, decide hacerlo en ‘Las cartas de amor no existen’, una exquisita comedia agridulce, escrita y dirigida de forma igualmente exquisita por Jérôme Bonnell. Y, aunque nunca llegamos a saber lo que pone en esa carta (como en muchas otras películas, por cierto), pronto entenderemos que lo que Jonás empieza a escribir en el bar desde el que puede ver la ventana de Léa (la ex amante con la que acaba de romper y desea volver) es la excusa perfecta con la que el director del filme nos adentra en un mundo de ilusiones, expectativas, egoísmos, reproches, inseguridades, todas esas “magias inútiles”, como diría Jorge Luis Borges, que convierten al amor en la deliciosa chispa de la vida. Aunque, como matizará la propia Léa en el filme, el problema es que a veces uno se enamora de su propia tristeza.

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Sólo el cine francés es capaz de mantener un equilibrio tan sutil como dramático, tan dinámico como melancólico, entre la comedia y el drama para contar el amor desde el desamor. Sólo los franceses son capaces de tomarse tan en serio la comedia como para hacer una triste radiografía de esas ‘mariposas en el estómago’ que ponen todo patas arriba. Y, en este caso, ‘Las cartas de amor no existen’ (desabrido título en español del más sobrio original ‘Chère Léa’) es un bonito ejemplo de ese tipo de películas que, sin contar una historia rompedora ni excesivamente original, acaba resultando fascinante.

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Primero por lo revolucionario que supone, en estos tiempos de mensajería virtual instantánea, que Jonás decida no mandar un WhatsApp, sino una larga y sentida carta en la que desnudar su alma para tratar de recuperar a Léa. Y después por su certera puesta en escena, con ese bar como centro de operaciones en el que Jonás parecer atrincherarse poniendo tanta intensidad en salvar su relación con Léa como en evadirse de un grave problema laboral que, en el fondo, parece que no querer resolver. Ese coqueto bistró parisino se convertirá en una especie de imán del que Jonás no tendrá fácil desprenderse, pero, sobre todo, se erigirá en un privilegiado mirador desde el que no sólo podrá contemplar la vida de su amada Léa, sino también la de un variopinto vecindario lleno de singulares personajes que desfilará ante él en pocas horas con todas sus rarezas.

De alguna manera Jonás acaba siendo una especie de James Stewart en ‘La ventana indiscreta’ de Alfred Hitchcock, un ‘voyeur’ de su propia desgracia que, concentrado en encontrar las palabras adecuadas para escribir su carta, acaba aprendiendo a escuchar a los demás y valorando el silencio.

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Destaca especialmente en este filme el trabajo actoral, muy coral y rebosante de química, y una especie de estructura narrativa muy teatral que, contra todo pronóstico, no limita sino que potencia la fuerza expresiva del filme.

Jérôme Bonnell suma atractivos a esta livianamente profunda historia gracias a una dinámica y astuta realización que combina las ‘reglas del juego’ del cine documental, con otros recursos expresivos menos objetivos como los diálogos fuera de plano o la cámara al hombro. ‘Las cartas de amor no existen’ es un filme convencional en argumento, pero muy moderno en concepción, una de esas películas con poso de autor al servicio, sin embargo, de crear una historia que pueda llegar al público de forma sencilla. Sobre todo, es un filme de celebración del amor.

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