Por mucho que se intente, cuanto más al Sur se esté, menos se entiende al Norte (y viceversa), ésa parece la gran paradoja de Europa. Generalmente se tiene la impresión de que los norteños son más cabales, organizados, reflexivos y también mucho menos impulsivos, poco dados a la improvisación, a lo ridículo y lo absurdo, mientras que en el Sur, pues… ya lo decía Rafaella Carrá (a la que ya tanto echamos de menos)… el Sur es una “fiesta; una fantástica, fantástica, fiesta”. Por eso sorprende que una película sueca, ‘The square’ (2017), sea una de las mejores y más certeras sátiras de los últimos años, una extraña (y profunda) comedia cargada de absurdo que no deja títere con cabeza y a nadie indiferente.
Mirando de nuevo al Sur, es inevitable no establecer una comparación entre ‘The square’ y otro gran fresco satírico, la también excepcional película italiana de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’. Tal vez porque, en el fondo, no hay tantas diferencias entre el Norte y el Sur, las dos películas comparten una morfología similar (escenas, algunas de gran duración, aparentemente sin conexión unas con otras), un gusto por lo excesivo y llevar las situaciones al extremo y, sobre todo, una puesta en escena ambiciosa en alcance, muy planificada sobre la base de la sencillez. Sólo los más hábiles directores son capaces de manejar todos esos elementos sin que toda la ‘maquinaria’ acabe chirriando y, en el caso del sueco Ruben Östlund puede decirse, además, que quizá va un poco más allá que Sorrentino, porque si la ‘Gran belleza era, en el fondo, una visión agridulce, nostálgica y algo complaciente del paso del tiempo, ‘The square’ jamás abandona su jocoso tono surrealista y su poquito de mala leche.
Christian (maravilloso Claes Bang), el director de un museo de arte contemporáneo de Estocolmo, al igual que el protagonista de ‘La gran belleza’, es un hombre inmerso en una crisis existencial más profunda de lo que parece a simple vista. Aparentemente tiene un buen trabajo, es un ecologista convencido que predica con el ejemplo y conduce un coche (cochazo) eléctrico, pero todo cambiará (a peor) cuando le roban el teléfono, la cartera y los gemelos heredados de su abuelo. Tras conseguir localizar el edificio del supuesto ladrón gracias al localizador del móvil y aconsejado por un compañero de trabajo descerebrado (ese museo está repleto de descerebrados) para que “no sea tan sueco” y deje atrás la “corrección política”, enviará una carta de amenaza a las 50 viviendas de ese bloque de pisos de las afueras: “Sabemos quién eres y sabemos dónde vives, por supuesto, porque si no, no hubieras recibido esta carta…”.
Lo asombroso es que en menos de 24 horas consigue que le devuelvan los objetos robados. Lo peor es que un niño será injustamente acusado por sus padres de ser el ladrón y, desesperado porque “no me dejan jugar a la play, ni puedo hacer nada, sólo morirme de aburrimiento”, iniciará una acosadora cruzada para conseguir que Christian se disculpe y retire su falsa acusación. A partir de ahí, la cosa va de mal para Christian. Por más que intente rectificar y hacer las cosas bien, todo se desmoronará absurdamente a su alrededor. Tendrá que asumir entonces sus culpas y las de otros; tendrá que quitar de su mente los prejuicios y su sentimiento de superioridad frente a personas menos afortunadas que él y, a la vez, [atención, spoilers] soportar cómo su propia hija le mira con el convencimiento de que es un auténtico paria.
Ese viaje emocional de Christian, a diferencia del que realiza Jep Gambardella (maravilloso Toni Servillo) en ‘La gran belleza’, será a ‘guantazo’ limpio, aunque sin abandonar esa cara de “esto es raro, pero yo no voy a perder la calma” que muestra Claes Bang con indudable vis cómica (ya decía el gran Howard Hawks sólo tratando de no resultar gracioso se consigue serlo). Porque el filme es también una dura y ácida crítica al arte basado en el vacío y en lo profundamente snob; a las redes sociales y a la información que sólo busca el impacto mediático; a como algo puede ser a la vez lo más justo y lo más cobarde, lo más democrático o lo más reaccionario según la opinión y el punto de vista de quien analice la cuestión.
Y todo ello con surrealistas sketch dignos del equivalente sueco de Muchachada Nui (la cuidadora del Museo que trata de no perder ripio de la discusión que tiene Cristian con la periodista con la que ha tenido un ‘affaire’; el mono que el personaje de Elisabeth Moss tiene como compañero de piso; los visitantes que ven de lejos la pieza estrella de una exposición y deciden no entrar…), o escenas muy impactantes como la de la performance de ‘Bienvenidos a la jungla’, quizá la más icónica de la película.
La frialdad y la escrupulosidad casi quirúrgica que tanto ‘arropan’ a Christian en su creciente estupor a lo largo de la película gracias al diseño de producción de Josefin Asberg y la fotografía de Fredik Wenzel (ambos recibieron el Premio del Cine Europeo en sus respectivas categorías, al igual que Ruben Östlund por el guión y la dirección y Claes Bang como actor protagonista) son, junto a esa música que, al estilo de un bufón shakespeariano, pone la nota irónica a la escena (casi riéndose de ella) los grandes aciertos de una película que, como ‘La gran belleza’ de Sorrentino, hace que cualquiera (sea del Norte o del Sur) quede subyugado como espectador y piense que lo que está viendo en la película es su propia (absurda, al fin y al cabo mísera) vida.
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