La cita es un miércoles a las cinco y media de la tarde, pero prefiere avisar a su mano derecha, Piti, para que atienda en la barra. “De repente viene gente, se llena la terraza y si estoy sola en el bar no podemos hablar tranquilamente”, argumenta Nerea Blanco (30 años). La vida es rara. Nunca se imaginó que iba a terminar en el proceloso mundo hostelero de las noches eternas. El Ensantxe (sin la ch en su nueva denominación) tiene licencia de pub, lo que significa que puede cerrar a las dos de la mañana entre semana y a las cuatro los viernes y sábados. “No quería un bar ni regalado. Yo quería hacer otras cosas, estudiar… Me enteré de que los anteriores dueños (de la marca de cervezas Gross) habían cerrado y se me encendió una bombilla. Me dije, ¿por qué no? El Ensantxe tiene algo que me gusta mucho”.
El ambiente, por ejemplo. Cuando el bar se reinició el pasado verano la idea era que un público variopinto se sintiera como en casa. Para ello, se especializaron tanto en cervezas artesanales como en ofrecer una marca industrial solvente como La Alhambra. La música, variada, no es un batiburrillo de temas sueltos: en sus altavoces suena reggae, rock, cumbia, sonidos de baile… La mezcla de perfiles está garantizada. “Se juntan generaciones distintas, tanto mayores como jóvenes. Hablan entre ellos, se relacionan y están muy a gusto. Cuando abres un local lo que mola es que la gente disfrute y se lo pase guay”, explica Blanco.
Este es uno de esos escasos establecimientos donostiarras clásicos y con cierta solera que quedan vivos. La marabunta de cierres y la apertura de bares, en muchos casos insípidos, han convertido este tipo de espacios en auténticas reliquias en San Sebastián. El poeta Carmelo C. Iribarren, asiduo cliente al viejo Ensanche -“el mítico”, apostilla Blanco-, dijo en una entrevista en el DV que estos lugares son “el corazón, el latido y el alma de las ciudades”. En la versión renovada pero reconocible del Ensantxe se guarda un pedacito del pasado: detrás de la barra descansa una reproducción en miniatura del dibujante Josean Olabe.
“Era el bar de los percebes de Olabe”, cuenta su dueña actual, señalando la curiosa ilustración como de viñeta de cómic en la que unos gigantescos crustáceos carnosos rodean el Kursaal. Antiguamente también había un Zumeta, lo que le otorgaba carácter y distinción artística al espacio. Blanco es aficionada a la fotografía y la pintura, y le pidió a su compañero de barra si podía aportar algunos cuadros y dibujar un mural en la pared. Dicho y hecho. “Igual en unos años dirán que este era el bar de Piti (@pitilanstrum, en su cuenta artística de Instagram)”.
Con la calle San Bizente peatonalizada y las obras finiquitadas, la terraza es una de sus joyas. Ya en tiempos de pospandemia, se van a activar las propuestas musicales y habrá djs en el interior. El viernes pasado hubo un aperitivo con el dúo pinchadiscos Tworubias, ubicadas en una esquina del bar, entre la máquina de dardos y una bicicleta totalmente reciclada que asoma en el techo y está a la venta. Al otro lado hay una máquina recreativa pinball, junto a la ventana.
Blanco se muestra dispuesta a escuchar propuestas y “compartir” lo que ya considera su casa para montar sets acústicos y otros eventos culturales. “Lo mejor del bar está por llegar. El invierno ha sido duro”, asiente. La visita ha empezado con una breve charla sobre el feedback y la reacción de los clientes tras 9 meses de andadura, y termina del mismo modo. “Lo que me dicen es que hemos recuperado el Ensantxe”.
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