No recuerdo cuál fue la primera película que vi en un cine. Sí la emoción, esa especie de misterio al entrar a la sala, quedarse sumida ésta en la oscuridad y producirse lo que, a día de hoy, me sigue pareciendo algo mágico: un rectángulo de luz e imagen en movimiento que cuenta la vida de las personas. Recuerdo esa sensación porque es la misma que sigo sintiendo ahora, muchos, muchos años después de aquellas matinés dominicales que veía de niña. La sonrisa con la que aplaudía a rabiar hasta que me dolían las manos aparece hoy también casi sin darme cuenta cuando estoy disfrutando de un buen filme.
Al margen de su funcionalidad en el terreno del entretenimiento, las salas de cine tienen también algo de santuario donde el hombre continúa proyectando sus frustraciones, sus preocupaciones, sus problemas; sus alegrías, esperanzas, sus sueños… Que gente de lo más variopinta, en comunión con el resto del público, pueda identificarse con ellos es, sin duda, lo que hace del cine un arte tan especial. Porque el cinematógrafo, ya desde que los hermanos Lumière lo presentaran en París aquel 28 de diciembre de 1895, siempre ha sido una atracción concebida para disfrutarse en sociedad, es decir, un espectáculo para compartir.
Nos reímos más en una comedia alentados por las risas que provocan nuestros ‘vecinos’ de butaca; nos sentimos arrastrados por la emoción en ese silencio tenso, esa textura acuosa en el ambiente, que genera en muchas ocasiones el drama. ¿Cuántas veces hemos pensado al contemplar una película que nos gustó mucho en el cine que no era para tanto al verla de nueva en televisión u otros dispositivos? Es, ciertamente, el efecto sala. Porque el cine tiene ese valor añadido de experiencia colectiva, casi de catarsis artística y social. Es a lo que se refería hace unas semanas el director (y grandísimo cinéfilo) Martin Scorsese (‘Taxi driver’, ‘Toro Salvaje’, ‘Uno de los nuestros’, ‘Casino’) en su polémico artículo de Harper’s Magazine sobre la figura de otro grande del cine, Federico Fellini.
Limitar una película a un mero producto de consumo, etiquetarla como un contenido indiferenciable o comparable a otros formatos audiovisuales, reducirla a un algoritmo de rentabilidad comercial o de visualizaciones, decía el director, es despojarla de su categoría de arte y, por tanto, de una historia forjada a lo largo de 120 años (desde aquella primera proyección de los hermanos Lumière) en la que multitud de escenas y secuencias han quedado ya instaladas en la cultura popular de todo el mundo construyendo un nuevo lenguaje artístico: el audiovisual.
Contemplar un filme en un televisor, en una tablet o incluso en un smartphone nada tiene que ver con hacerlo en la gran pantalla para la que fue concebida. Quien ha disfrutado ‘Tenet’, de Christopher Nolan, en una sala de cine ha visto una película mucho más fascinante, mucho más electrizante, que quienes la han adquirido por plataforma digital audiovisual y no sólo en cuanto a la espectacularidad de sus efectos especiales… que también.
Es innegable que el cine vive una de las peores crisis de su historia. Y no sólo debido a esta nueva modalidad de negocio, las plataformas audiovisuales, que quiere hacerse con el ‘pastel’ cambiando las viejas reglas del juego de la producción y la explotación comercial cinematográfica. La pandemia de COVID-19 también está abocando a las salas al cierre temporal (para algunas, por desgracia, definitivo) y no sólo por la restricción de aforos y otras medidas como el toque de queda, también por la falta de estrenos y materia prima que proyectar.
La espantada de títulos tan esperados por el gran público como la última entrega de James Bond o la continuación del mítico filme de los 80 ‘Top gun’ con Tom Cruise de nuevo como protagonista, entre otras muchas películas que las productoras llevan retrasando y guardando celosamente bajo llave para cuando ‘esto’ acabe (la duda es si quedarán para entonces cines donde estrenar esos títulos reservados), manifiesta que la exhibición en salas sigue siendo, a día de hoy, el principal negocio y la gran prioridad para las grandes ‘majors’, aunque se empiezan a perfilar otros sistemas de explotación comercial que se prueban a ritmo de ensayo-error (Disney con ‘Mulan’ o ‘Soul’ es uno de los grandes ejemplos junto a Warner con ‘Wonder Woman 1984’).
Lo único positivo dentro de la tristeza que genera toda esta situación es poder disfrutar de filmes que en condiciones normales habrían pasado prácticamente desapercibidos en una competitiva cartelera. En este contexto de escasez de títulos han tenido su oportunidad, su hueco, constituyendo casi el principal alimento de estos ya largos meses de pandemia desde que las salas cinematográficas pudieron reabrir en torno al pasado mes de junio. Incluso ha habido momentos para el entusiasmo cinéfilo con el reestreno de ‘Deseando amar’ o ‘2046’, de Won Kar-wai, que han permitido recuperar 20 años después en la gran pantalla estas espectaculares películas, pura seda hecha celuloide, a aquellos que las descubrimos tardíamente en DVD.
Algunos de sus fotogramas conviven en el recuerdo de miles de espectadores, porque, sin duda, el cine también ayuda a moldear una percepción del mundo. Porque el cine también es eso, un aprendizaje, una ventana a la apertura de miras, un viaje personal… Como espectadores hemos estado en lo alto del Empire State de Nueva York con ‘King Kong’ (versión 1933, por ejemplo) o con Cary Grant en su amarga espera a Deborah Kerr en ‘Tú y yo’; acompañando a Uma Thurman en su disfrutada venganza en ‘Kill Bill’, de Tarantino; llorando con Salvatore en la última escena de ‘Cinema Paradiso’, de Guiseppe Tornatore; hemos hecho novillos con Antoine Doinel en ‘Los 400 golpes’ de François Truffaut, hemos sentido un fuerte escalofrío cuando el doctor Hannibal Lecter/ Anthony Hopkins dice eso de “buenas noches, Clarice” en ‘El silencio de los corderos’ de Jonathan Demme o cuando Ana Torrent mira a cámara y pronuncia un: “Me llamo Ángela y me van a matar” en ‘Tesis’ de Alejandro Amenábar; hemos gritado: “Yo soy Espartaco” y deseado que no pillen a los ladrones de ‘Atraco Perfecto’, también de Kubrick… Hemos querido ser amigos de Frankenstein… y novias de Drácula.
En resumen: “El cine entretiene al mundo entero. Enriquece a las personas. ¿Qué otra cosa podemos hacer que nos haga sentir más dichosos?”, como decía el mismísimo Louis Lumière. Pues eso, ¡viva el cine!
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