Escenario: Leith, los arrabales de Edimburgo. Frase: “Elige vida. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas…”. De fondo suena el tema musical ‘Underworld born’, de Slippy. ¿Son necesarias más pistas? Si por algo pasarán a la historia del cine los años 90 es sin duda por la renovación de los puntos de vista y las nuevas formas de narrar, arriesgadamente desvergonzadas y visualmente subyugantes, que abanderaron cineastas como Quentin Tarantino (‘Reservoir dogs’, ‘Pulp fiction’, ‘Malditos bastardos’), Paul Thomas Anderson (‘Boogie nights’, ‘Magnolia’) y también Danny Boyle (‘Slumdog millionaire, ‘28 días después’, ‘Trance’). Con ‘Trainspotting’ (1996) el director británico no sólo puso en imágenes la vida de un grupo de drogatas escoceses, también retrató a toda una generación de jóvenes sin futuro ni aspiraciones que afrontaba todo eso con un tipo de humor, en el fondo, amargo y desesperanzado.
25 años después de su estreno en cines, escuchar el ‘Lust for live’ de Iggy Pop con el que comienza la película retrotrae inconscientemente a muchos de esos jóvenes que la vieron entonces a unos años que, efectivamente, eran tan ranciamente anaranjados pero tan divertidos como los que refleja el filme (¿o es quizá efecto de la nostalgia?). “Lust for live… Lust for live”… y por supuesto, su evocador estribillo nos deriva mentalmente a esos primeros planos de un Ewan McGregor que literalmente se comía la cámara. En la película da vida a Mark Renton, un joven que trata de alejarse sin éxito de la droga sobre la que gravita en exclusiva su vida. “Yo no elegí la vida. No hay razones. ¿Quién las necesita cuando tienes heroína?”, cuenta al público en el filme.
Sus “amiguetes” son una pandilla de drogatas tan desangelados como él: Sick Boy (Jonny Lee Miller), Spud (Ewen Bremmer), Tommy (Kevin McKidd) o borrachos tan peligrosos como Francis Beggie (Robert Carlyle). La producción, basada en la novela de Irvine Welsh ( el autor aparece en el filme con un pequeño papel de camello), los retrata en el peor retrete de Escocia, con caras largas en el primer día del Fringe, el Festival de Teatro de Edimburgo, en el destartalado narcopiso en el que el gatea un bebé ajeno a ‘viajes’ y colocones, o en el despiadado, clasista y absurdo Londres (“ser escocés es una mierda”, matiza Renton). Boyle avanzando ya su reconocible estilo personal (montajes dinámicos y marcados, encuadres muy planificados, originalidad narrativa), los filma sin prejuicios morales (algo fuertemente criticado en su día), ni más ni menos que con las motivaciones, frustraciones, deseos y dudas de cualquiera. En una palabra, los retrata con humanidad. Es uno de los aciertos de esta producción británica cuya alma reside precisamente en la riqueza de matices de los personajes y sus vivencias. “El mundo está cambiando, la música está cambiando, hasta las drogas están cambiando”, le dice a Renton Diane, la joven que se ‘liga’ en una discoteca sin sospechar que es menor de edad.
Y es verdad, Renton es consciente de que no será joven eternamente y, al mismo tiempo, de que la única manera de escapar de esa espiral de drogas y procrastinación personal es, precisamente, uniéndose al ‘enemigo’, huyendo a esa Gran Bretaña (“estamos colonizados por unos soplapollas”, declarará con pesar en algún momento) para empezar una nueva vida. Pero no será lo suficientemente lejos…. Ahí nos adentramos ya casi en ‘Trainspotting 2’, la continuación con la que el equipo festejó en 2017 el 20º aniversario de un filme que hizo escuela.
Si en esta secuela Renton era “un turista de tu propia juventud”, tal como le reprochaba Sick Boy, en ‘Trainspotting’ transita aún por ella sin saber bien dónde va, buscando algo que ni siquiera puede hallar en la heroína, conjurando sus propios demonios (la violencia de Beggie y momentos como “te saco el mono a patadas”; el convencimiento de que sólo se puede soportar el dolor y la culpa con un chute de caballo; el miedo al sida… Sí, en los 90 el ‘fantasma’ del VIH aún era temido y poderoso).
El filme, tan visualmente atractivo como arriesgado, está lleno de grandes momentos en los que Boyle introduce sin titubeos elementos descabelladamente surrealistas. Ejemplos de ellos son la mítica escena en la que Ewan McGregor se introduce (literalmente) en el retrete más terrible de Escocia para rescatar unos supositorios de opio; la que recoge los efectos del mono en una habitación que se convierte en un gran escenario teatral/televisivo por el que desfilan todos sus miedos, o la sobredosis, con el efecto de estar enterrado en una alfombra roja. La pericia de Boyle en engarzar lo coherente y lo que no lo es como una forma nueva de contar una historia es precisamente lo que 25 años después sigue haciendo de ‘Trainspotting’ un filme tan interesante como refrescante y moderno y, al mismo tiempo, un retrato de su propia época. Quizá también por su potente y evocadora banda sonora (de hecho, ‘Trainspotting 2 realiza un itinerario nostálgico-auditivo por los temas más icónicos de la primera parte).
Pero si hay que quedarse con una escena, no hay dudas: el particular ‘beso de la traición’ al más puro estilo de ‘El padrino’ entre Mark Renton y Beggie, ese momento en el que, como espectadores, sabemos lo que Renton va a hacer. Aunque será la sonrisa desvergonzada y sin remordimientos de éste en el último plano de la película, mientras suena el “Drive boy, dive boy” del tema ‘Underworld born,’ de Slippey, la que quedará para siempre en la retina, al menos de los jóvenes que vimos ‘Trainspotting’ en su momento y que 25 años después seguimos, insensatamente, eligiendo vida.
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