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En las entrañas de la torre de Atotxa 50 años después

Conocemos por dentro todos los recovecos del icónico edificio de Egia proyectado en 1970 y siempre tan odiado como admirado

Torre de Atotxa
Fotos: Santiago Farizano

Sobre la mesa del salón, en un portátil se van mostrando los planos del proyecto que el tándem formado por los arquitectos Mariano Oteiza y Juan Cruz Saralegui firmaron en junio de 1970. La información de las 114 viviendas, bajos comerciales y sótanos del edificio es extenuante y otro arquitecto, el donostiarra Gabriel Ruiz Múgica, se esfuerza en condensar y desmenuzar los detalles de un edificio del que todo el mundo se ha formado una opinión, pero no todos lo han visto por dentro. La torre de Atotxa, un grisáceo coloso de 70 metros de altura que ha hecho correr ríos de tinta, se percibe de una manera mucho más amable desde su interior.

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Aunque algún single extraño de música ligera de la estantería del salón puede jugar al despiste, la mirada se clava sobre las luminosas ventanas que se distribuyen por toda la casa. Es el primer y definitivo impacto: una ciudad de postal se presta a ser admirada desde la planta número 11 sin ningún tipo de oposición. A esta altura, una parte de los los barrios de Gros y Ategorrieta a un lado y el Centro al otro se ven limpiamente, así como los pedacitos de mar que vigilan los montes de Ulia, Urgull e Igeldo. El arquitecto y también profesor de la UPV se instaló en 2009 en la torre donde, siguiendo con los planos, muestra que existen viviendas de 50, 80 y más de 100 metros cuadrados. Calcula que serán cerca de 250 vecinos en total, entre ellos uno de los dos hombres que levantó el rascacielos, Juan Cruz Saralegui.

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¿Cómo pudo colar la construcción de una obra que rompe abruptamente con el paisaje urbano de la ciudad? “No lo sé, pero los que vendieron la idea al ayuntamiento lo hicieron muy bien”, responde Mújica, que inmediatamente se quedó prendado de su imponente panorámica, con los tejados de las casas a sus pies y el Cantábrico confundiéndose con el cielo en el horizonte. Y ya no hubo marcha atrás. “Lo compré en el boom de la burbuja inmobiliaria, pero la luz y las vistas me lo pagan todo”, afirma. “Nunca había pensado vivir en la torre de Atotxa, siempre me había parecido algo feo”. ¿Después de más de 10 años viviendo aquí lo ves con los mismos ojos? “No. Lo veo con conocimiento. Es un edificio singular”, subraya varias veces durante la charla.

En su día, varios proyectos se pusieron encima de la mesa para vestir la torre. Tal vez, querían otorgarle poderosos argumentos a las autoridades municipales para enmascarar el pelotazo urbanístico: una estación de autobuses que durante muchos años fue depósito municipal de vehículos; un restaurante panorámico en la última planta, la número 19, que terminó alojando viviendas particulares por las que se accede directamente desde un ascensor aparte; y una estructura a medio construir que se conoció como el portaaviones de Atoxa. Ninguno de ellos se llevó a cabo.

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Con todo, este gigante del barrio de Egia no es muy normal ni por dentro ni por fuera. Ubicado en el número 30 del paseo Duque de Mandas, las escaleras que lo elevan varios palmos de la calle lo alejan más de la cuenta y queda desajustado en el entorno. Está y no está en Duque de Mandas. Arquitectónicamente, la composición de la fachada con ventanas corridas, al estilo de un edificio de oficinas, es un “artificio”, explica Gabriel. «Interiormente se observa que muchas de esas ventanas son ciegas. Asimismo, este diseño obliga a colocar las persianas por el interior»

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Hasta la planta número 12 una estría parte por la mitad la fachada que da a la calle principal. Después, en los pisos 13 y 14 se construyeron varios dúplex. Las últimas plantas cuentan a su vez con un patio interior cubierto donde los vecinos pueden colgar su ropa a resguardo del mal tiempo. Hoy el día es espléndido, el sol inunda el espacio. Una nota pegada en la puerta avisa de una incidencia: “En varias ocasiones ha faltado ropa de los tenderetes. Si alguien observa algo en el patio, rogamos lo comunique a los vecinos de la planta. Gracias”.

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El ascensor se detiene en la planta 17. Ahí se queda. Unas cuantas escaleras conducen hasta un enjambre de trasteros, ya en el piso 18, en el que se cuela sin permiso el silbido del viento. Un pasillo oscuro, estrecho y largo recuerda inevitablemente al hotel Overlook de Stanley Kubrick en El resplandor. Mújica abre el suyo, justo al final. Y de nuevo unas ventanitas muestran una ciudad exultante volcada sobre el mar. “Son los mejores trasteros de San Sebastián”, dice.

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Una vez superada la planta 19, la del fallido restaurante-mirador, llegamos a la cumbre. Se abre la puerta. El viento sopla con fuerza y prueba de ello son los cascotes de un tejado que se esparcen por una enorme terraza donde reina la sobriedad. Varias chimeneas, el techo de cristal del patio interior y una antena con forma de ele son sus únicos habitantes. “De vez en cuando vienen algunos vecinos a tomar el sol”, apunta Mújica. Un murete de seguridad de más de metro y medio rodea la azotea, lo que impide disfrutar al completo de la experiencia visual como si fuera una pantalla circular de 360 grados. Hay que asomarse al borde, por ejemplo, para poder imaginar cómo se veían desde aquí los partidos de la Real en el antiguo campo de Atotxa. Se cumple a rajatabla el famoso hándicap: la grada sur tapaba la vista de aquellos que subían para ver jugar a su equipo.

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50 años después la torre de Atotxa sigue siendo objeto de críticas, admiración y polémica. No admite medias tintas. Otro arquitecto, Edorta Subijana, imaginó un rascacielos de aspecto lúdico con un fotomontaje en el que unos toboganes se enredaban desde la azotea. De alguna manera, rompió un tabú: también se puede jugar con este icono tan serio donde los primeros fans son sus vecinos. Un detalle importante. En el portal, una imagen de la Torre aparece congelada en una pantalla dándole la bienvenida a todos los que entran al edificio.

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