Recordar es olvidar, inventar. Podría decirse incluso que la memoria es, en ocasiones, nuestro mejor guionista. Sólo basta hacer un sencillo experimento: pidan a unos cuantos amigos que cuenten una anécdota, historia o situación que tengan común. Seguramente todos la recordarán de forma distinta. Algunos aportarán detalles de los que los otros ya no se acordaban o incluso discreparán sobre quién hizo qué o lo dijo primero, dónde pasó exactamente o cómo ocurrió en realidad. Sigmund Freud (1856-1939), el padre del psicoanálisis, hablaba de la memoria selectiva, algo que venía a reconocer que el cerebro humano de alguna manera tiene que gestionar la gran cantidad de información que debe almacenar diariamente en su memoria y qué mejor forma de hacerlo que guardando sólo los recuerdos bonitos, los que causan placer y, por supuesto, los que nos ayudan a reforzar la amable e idealizada imagen que tenemos de nosotros mismos. ‘El último duelo’, de Ridley Scott (últimamente es imposible seguir el frenético ritmo a la cartelera y hay que esperar al DVD o las plataformas audiovisuales) es una interesante reflexión sobre eso que los escritores llaman perspectiva y los periodistas, versión de la historia. El filme (152 entretenidos minutos) es, en realidad, un mosaico compuesto por tres relatos distintos de una misma historia que desencadenan el duelo final al que alude el título de este filme basado en la novela de Eric Jager y cuyo guión han coescrito, junto a Nicole Holofcener, (los talentosos y polifacéticos) Matt Damon y Ben Affleck.
En la Francia medieval del año 1386, la amistad entre los escuderos Jean de Carrouges (Damon) y Jacques LeGris (Adam Driver) se ve ensombrecida por el acercamiento de este último al pérfido conde Pierre d’Alençon (Affleck). Su ambición sin límite le hará desear incluso a la joven esposa de Carrouges, Marguerite de Thibouville (Jodie Comer), a la que acabará violando aprovechando la ausencia de su amigo. Ridley Scott (cineasta octogenario en plena forma) estructura la película en tres capítulos distintos (Carrouges, LeGris y Marguerite) y, aunque en ellos vamos viendo las mismas escenas, incluso desde los mismos ángulos de cámara, lo interesante es descubrir cómo de forma sutil se van aportando pequeños detalles (falsos, interesados o verdaderos) con los que cada personaje va ‘defendiendo’ y justificando su propia versión y cómo, en ocasiones, omiten a conveniencia otros aspectos relevantes e incluso niegan la mayor. Al mismo tiempo, de forma paralela, en el relato protagonizado por unos, observamos el verdadero carácter de los otros dos personajes. Conocer la verdadera verdad exige, no obstante, despojarse de prejuicios y, desde luego, refundir mentalmente las diferentes versiones. Pero por si quedara alguna duda, Scott subraya en el intertítulo del capítulo de Marguerite que la suya es la auténtica verdad. Y en este sentido hay que destacar el trabajo interpretativo de Jodie Comer (brillante, sutil, comedido, lleno de matices) en la que se van reflejando y superponiendo las distintas versiones que tienen los personajes que interpretan Matt Damon (en el papel más antipático de su carrera, por cierto) y Adam Driver hasta que emerge, en pequeños gestos, en partes de las escenas que se han omitido, su propia verdad.
Que nadie se lleve las manos a la cabeza. No cabe hablar aquí de ‘spoilers’. La historia de Marguerite de Thibouville es verdadera. En pleno siglo XIV en el que una mujer se valoraba sólo en función de su dote, en el que no tenía derechos, sino la obligación de obedecer al hombre y someterse a éste, Marguerite decide no callar una injusticia por mucho que eso suponga una humillación añadida a la propia violación: el escarnio público, el ser juzgada no como víctima sino como culpable sin presunción de inocencia, el que nadie crea en su palabra. Es perturbador, en este sentido, comprobar lo poco que ha avanzado la Humanidad en estos últimos siete siglos, evidenciar cómo en la actualidad una mujer que denuncia una agresión sexual tiene que enfrentarse a las mismas presuposiciones y sospechas sobre su conducta social o sexual, sus comentarios, su forma de divertirse, su forma de vestir o sobre si se resistió todo lo que pudo. En este sentido, el filme de Ridley Scott es una importante denuncia social y ‘rompe una lanza’ en favor de la denuncia de este tipo de hechos.
Con una paleta de colores en la que predominan los grises y los tonos oscuros, ‘El último duelo’ es una de esas películas que dejan, no obstante, un regusto amargo y, en cierta manera, sombrío. Porque en ese duelo en el que no sólo se juzga el honor sino también la propia vida de Carrouges, LeGris, la victoria de uno sobre otro nunca podrá reconfortar a Marguerite. Su testimonio no es suficiente. Su inocencia sólo puede decidirla dios.
Son precisamente las escenas dedicadas al duelo, que centran el último tramo de la película, las más vibrantes del metraje. Ridley Scott, como ya demostrara en títulos como ‘Gladiator’ (2000) o ‘El reino de los cielos’ (2005), se siente especialmente cómodo en las secuencias de batalla y sabe rodarlas con emoción y espectáculo. En este caso, contrastan con el resto del filme, que cuenta con una planificación muy sencilla y austera (nada que ver con las escenas vibrantes de ‘La casa Gucci’, también estrenada a finales de 2021) y hasta cierto punto, una dirección más discreta e invisible.
Lo que está claro es que para Ridley Scott lo fundamental sigue siendo entretener. En eso, guste más o guste menos este filme, coinciden todas las versiones.
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