La memoria, ya se sabe, es caprichosa por definición. Pablo, de 38 años, no recuerda la última vez que vino a patinar. ¿Hace 15 años? ¿Más de 20? A su lado está Maider Núñez que sí da una cifra aproximada: fue hace unos 10 años junto con sus compañeros de clase. Están descansando en un rincón de la pista, pegados a una de las puertecitas de entrada-salida. Suena Alaitz eta Maider a todo trapo, como si fuera un pub en el País Vasco de finales de los 90. “¡La música es la misma que entonces!”, afirma Pablo en un arrebato nostálgico.
La trikitixa-pop de Txanpon baten truke anima a los más de 200 patinadores que este sábado se deslizan por una superficie de 1.800 metros cuadrados dibujando un círculo masivo, algunos con más pericia que otros. Ainara García, ilustradora de 33 años, pertenece al sector versado en deportes de invierno. Pasa al lado de la pareja dando instrucciones a un patinador principiante que se acaba de dar un trompazo. “Hay que señalar a dónde tienes que ir, acompaña el movimiento con los brazos”, le dice.
De repente la pista se vacía. La gente se queda mirando cómo un hombre subido a una vieja máquina pulidora alisa el hielo, que estaba empezando a acumular montoncitos irregulares por todas partes. Acompañado de expertos patinadores que se mueven a velocidad supersónica, la pista quedará como nueva en 5-10 minutos. Una cuadrilla de adolescentes aprovecha el descanso para revisar sus móviles. Tienen 17 años. Están mirando stories de Instagram, algunos vídeos que han hecho mientras patinaban. Se están divirtiendo.
-¿Venís habitualmente al Palacio?
-No. Solo hoy.
-¿Qué hacéis los sábados?
Se miran entre ellos. Son miradas cómplices. Les falta un pequeño empujón. “¿Litros?”, “¡Mira cómo sabe!”, responde una de las chicas.
Aforo de 250 personas
“Siempre hemos tenido un perfil bastante familiar pero como ahora mismo no hay apenas oferta de ocio está viniendo mucha gente joven”, explica Xabier Vázquez, que una vez alisada la pista sale al exterior a atender a DONOSTITIK. El director del Palacio de Hielo Txuri-Urdin, de la empresa BPXport, se enfrenta a una pandemia que apenas les deja margen de maniobra. “Nos hicimos una pregunta. ¿Cómo gestionamos esto? Al principio reducimos el aforo de 800-900 personas a 100. Luego lo hemos ampliado a 250, respetando siempre todas las medidas de seguridad. No se puede comer ni beber, hay que ir siempre con la mascarilla puesta y los niños también la tienen que llevar”, asegura.
Varios carteles repartidos por el recinto recuerdan a los usuarios las medidas que deben adoptar. La cafetería está cerrada; las gradas, vacías. Los accesos se encuentran convenientemente señalizados. Todo aquel que entra al Txuri, como popularmente se conoce al Palacio, debe patinar. “No se puede estar de pie al borde de la pista”, subraya Xabier. En caso de algún imprevisto, la enfermería sigue funcionando. “¡Mejor no usarlo!”, bromea. ¿Pero aquí tenéis accidentes graves? “Como mucho se producen pequeñas ampollas y cortes”, dice.
En las últimas semanas el aforo se ha completado varias veces, también en Navidad. De momento funcionan con un sistema de reserva vía Whatsapp, e-mail o redes sociales, pero la empresa está desarrollando una aplicación para comprar la entrada online. El Palacio se encuentra en vías de transición, trata de modernizarse. Abierto desde 1972, sus años dorados transcurrieron entre los 80 y principios de los 90, cuando miles de personas pasaban por sus instalaciones. Ir al Palacio de Hielo era un planazo, un ritual que se repetía todos los fines de semana. Después se vino abajo, atravesó una larga travesía por el desierto. Se reabrió el 12 de febrero de 2000. A punto de cumplirse sus bodas de oro, sigue atrayendo público.
El precio de la entrada varía dependiendo de la edad y del día de la semana, pero se mueve en una horquilla aproximada de 10-12 euros con el alquiler del material incluido. Hay quien viene con los deberes hechos desde casa. Arantxa Lopetegui, estudiante de último curso de Psicología, lleva un abrigo negro y varias chapas en la solapa. Muestra orgullosa sus patines rojos, que destacan en el blanco de la pista como los botines punk-rock de Joan Jett.
De pista de hielo a pista de baile
Las 19:20 es la hora de la metamorfosis. El Palacio se transforma en una enorme sala de fiesta. Suena una versión atronadora del Gangnam Style. Se suprimen las luces, los focos discotequeros toman la pista en todas las direcciones. Apenas se distinguen los dibujos de los murales. Solo quedan jóvenes y adultos. Los más pequeños, que patinaban ayudados por unos simpáticos taca-taca de colores, han abandonado el hielo. Se mueven cómo pueden por el suelo de goma, van a cambiar su calzado en los vestuarios. Llega el turno de un clásico, el Lau Teilatu de Itoiz. Aunque la gente sigue patinando a su aire, el ambiente es otro. “Esto se parece a cuando en el Young Play ponían las lentas”, comenta Ainara.
Pablo echa un vistazo a su alrededor y, ahora sí, le ha venido un fogonazo. Lo recuerda tal cual. La esencia no ha cambiado, se repiten los mimos automatismos. “Sigue siendo el previo al salir de fiesta en la preadolescencia. Las chicas que vienen con su modelito, el chico con su ropa de marca… Hay un pavoneo, como el que va a la playa y también se deja ver”.
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