Al principio, muy al principio, todo esto no era campo sino monte. Apenas quedaban en pie los restos de un viejo torreón hasta que unos inversores compraron todos los terrenos, comenzaron a urbanizar una parte y en lo alto de la cumbre montaron un casino que, con la prohibición del juego impulsada por Primo de Rivera, se convirtió en sala de baile y el embrión del futuro parque de atracciones. El modelo a seguir era el Tibidabo de Barcelona: un centro de ocio privado que funciona al mismo tiempo como mirador, los grandes ojos de una ciudad entera.
El funicular, inaugurado el 25 de agosto de 1912 por la reina María Cristina, tiene un trazado de 312 metros con pendientes empinadísimas del 58%. El billete cuesta 2,30 euros por persona y el primer sábado del año sin restricciones perimetrales en Euskadi está recibiendo un aluvión de visitantes. La mayoría son familias y parejas jóvenes, que guardan cola pacientemente en el interior de la estación. “El funicular es un apéndice, un complemento del parque que ha adquirido personalidad e identidad propia. Pero es algo totalmente accesorio. Si no se hubiera montado el centro de ocio no se hubiera creado. Sin parque no hay funicular”, resume Pilar Pascual, directora de la Sociedad Anónima Monte Igueldo, una empresa compuesta por varias familias donostiarras y que cuenta con 15 trabajadores, 25 en temporada alta.
“Mucha gente nos pregunta, ¿por qué si subo andando tengo que pagar? Pues porque accedes a un mirador privado y mantener este espacio sin ningún tipo de ayuda pública no es fácil. Nos autofinanciamos. No tenemos subvenciones de ningún tipo. Y tenemos muchos gastos, hay que reparar muchas estructuras… En el caso de la montaña suiza los aparatos son básicamente mecánicos, aunque lleven un motor incorporado. Y no hay recambios. Es una gestión muy complicada. Hay muchas cosas que no se ven. Detrás de esto hay un trabajo de conservación enorme”, dice Pascual.
Durante mucho tiempo a Igueldo le ha perseguido un estigma: se ha quedado viejo y no puede competir con los grandes parques de atracciones que se han ido levantado en las últimas décadas. Durante los años 70 y 80 fue un negocio deficitario. Las atracciones se fueron acartonando, le salieron arrugas y su modelo parecía desfasado. A partir de los años 90 el acercamiento al mundo animal (el mini-zoo en la entrada del recinto, la cetrería) despertó el interés del público, pero se topó con la la crítica de algunos sectores animalistas. Los famosos caballitos a los que se subieron generaciones de niños durante cuatro décadas estuvieron en el centro de la polémica. “Se decía de todo, como que uno de ellos se había quedado ciego cuando lo único que le pasaba era que tenía un ojo de cada color”, recuerda Pascual. Ya en 2016, aprovechando la última reforma del parque, se decidió prescindir de los ponis para evitar problemas.
El punto de inflexión llegó hace ahora 10 años en la celebración del centenario del parque. “Pasamos de viejos a antiguos, ni tan mal”, zanja la responsable del parque. El Monte Igueldo no es Port Aventura. No tiene el poderío ni la infraestructura de otros centros de ocio modernos, así que se ha tratado de reforzar su espíritu vintage cambiando su fisionomía lo menos posible. Un ejemplo de esto son los azulejos blancos de la estación del funicular, que pertenecen a la construcción original. “Si lo tiras todo abajo y empiezas de nuevo corres el riesgo de hacer algo vulgar y que no tenga alma”, afirma Pascual al lado de uno de los miradores donde se agolpa la gente a sacar fotografías. “¿Cuántos parques en el mundo tienen un funicular con sus coches originales? ¿Cuántos una montaña rusa como esta? En su momento no se supo apreciar, pero ahora sí se está valorando como es debido, sobre todo, a partir de que ha venido mucha gente de fuera y ha dicho, oiga, esto que tienen es una joyita”.
Itsaso, Aida y Kristina son tres amigas que no llegan a los 30 años y han decidido pasar la mañana en Igueldo. Han estado en el laberinto y el río misterioso y se acaban de tomar un vermut en el bar de la explanada principal. Cogen fuerzas para subirse a la montaña suiza, que sigue siendo la joya de la corona. “Hemos venido para recordar la experiencia y el recuerdo de cuando veníamos de pequeñas. Queríamos hacer un plan un poco especial y este lugar te da esa oportunidad”, cuentan. A pocos metros se oyen unas voces. Una familia de cinco miembros está a punto de terminar la carrera de tortugas, una de las atracciones que más público atrae. El goteo de participantes es continuo. Cada partida cuesta 2 euros y el juego consiste en introducir las bolas en unos huecos circulares de llamativos colores. Una de las tortugas -la número 2, se llama Rambo- lleva una mascarilla que nos recuerda que la pandemia aún está con nosotros. Una campana desvela en un agónico final a la ganadora de la prueba, que tiene derecho a llevarse un pequeño obsequio. Elige un juego de pescar patitos de goma.
Más arriba, delante del laberinto, pasea una mujer turca llamada Goncagul Bilen, que por motivos de trabajo se encuentra en San Sebastián. “Me gusta el parque, está bien, aunque esté diseñada para niños. Tal vez el tren podría durar un poco más de 20 segundos”, apunta. A su lado está Inma, una amiga donostiarra. “Cuando viene alguien de fuera, subimos en el funicular y vemos las vistas”, dice. En 2019 al Monte Igueldo recibió la visita de 700.000 personas, un año récord impulsado por el tirón del turismo. Sin apenas turistas por culpa del virus, Igueldo depende en estos momentos tanto de la meteorología como de la evolución de la pandemia. En 2020 se contabilizaron cerca de 300.000 visitas. “Salvamos el año gracias a que los meses antes del confinamiento fueron muy buenos. Iba a ser una temporada excepcional”, explica Pascual. “En verano sí pudimos trabajar porque la gente buscaba espacios al aire libre. Ahora estamos un poco a verlas venir, a ver qué pasa en el puente de San José, la Semana Santa… Más allá del COVID, para nosotros el tiempo es fundamental”.
¿Es este un negocio rentable? “En tiempos de pandemia mucho menos, pero es rentable”, responde, antes de tumbar una leyenda urbana que se ha ido trasladando de padres a hijos: la etiqueta montaña suiza no tiene nada que ver con una supuesta aversión rusa. “En su origen era un Scenic Railway, es decir una atracción concebida para disfrutar del paisaje natural. La traducción era complicada”, asegura, y como en el parque Tívoli de Copenhaghe decoraban este tipo de trenes panorámicos con montañas suizas así se quedó en una decisión no exenta de polémica. “Hubo en su momento mucha discusión porque decían que no pegaban nada los picos nevados de la atracción con la llanura danesa. Tuvieron sus más y sus menos”.
La música de Stevie Wonder suena de fondo en los autos de choque y contrasta con las apacibles melodías de Vivaldi del torreón. Al comienzo de sus 131 escaleras se encuentra Menchu, una mujer que custodia la entrada al viejo faro desde hace 25 años y que se presenta ante el visitante con toda una declaración de amor que se extiende por todo Igueldo. “Estoy enamorada de mi torre, la quiero como si fuera mía”.
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