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Opinión

‘El miedo como espacio común’, (carta de Maitane Arnoso-Martínez, SOS Racismo Gipuzkoa)

"Algunos ya han empezado a hacerlo: los patrullajes ciudadanos y algunas pancartas xenófobas ya han dado pistas sobre cómo la respuesta se está organizando"

Archivo. Manifestación del 29 de mayo de 2021 por los derechos de los migrantes. Imagen del puente de Santiago. Foto: Santiago Farizano

La creciente preocupación por la inseguridad ciudadana domina cada vez más las
conversaciones en nuestros barrios y ciudades, especialmente en torno a los robos y
conflictos protagonizados, en algunos casos, por jóvenes del Magreb que sobreviven en
la calle. Estas situaciones, que parecen haberse intensificado en los últimos meses, han
desatado un discurso de alarma y confrontación, que últimamente se ha expresado con
frases como: “si tocan a nuestros jóvenes o a nuestros mayores, la ciudadanía va a
estallar y responder con contundencia”. Algunos ya han empezado a hacerlo: los
patrullajes ciudadanos y algunas pancartas xenófobas ya han dado pistas sobre cómo la
respuesta se está organizando.
Sin duda, vivir con la sensación de inseguridad es profundamente ingrato. Todas
anhelamos movernos con libertad, pasear por nuestros parques sin temor, atravesar
zonas más oscuras sin miedo, llegar a casa a salvo y con nuestras pertenencias intactas.
La inseguridad es un problema real, Y minimizarla no hace más que agravar sus
consecuencias.
Sin embargo, estos estados de alarma y las iniciativas vecinales en torno a la
inseguridad están dejando fuera del análisis y de la conversación a estos otros jóvenes
que son incluidos en su dimensión de “quinquis y maleantes”, pero nunca en calidad de
jóvenes que también nos pertenecen, que forman parte de nuestra comunidad. Quizás
hablan un idioma que no entendemos, no conocemos a sus padres o llevan poco tiempo
en el barrio, pero son nuestros vecinos, nuestros jóvenes también. La única diferencia es
que están atrapados en condiciones económicas mucho más duras que esos otros
jóvenes nuestros, los que van a la universidad, hacen los deberes y participan en grupos
deportivos, esos que no se meten en problemas (y a veces también la lían, oigan!)
Se llaman Rachid, Youssef, Omar, Abdelhakim, Mohammed… Muchos de ellos llegaron
siendo niños, con 10, 12 años, cargados de sueños que los empujaron a cruzar fronteras.
Soñaban con una vida más segura, con la posibilidad de estudiar y convertirse en
médicos, ingenieros o profesores. Soñaban con un futuro en el que pudieran ayudar a
sus familias y encontrar un lugar donde ser parte de algo más grande.
Soñaban con hacer amigos, aprender un nuevo idioma y sentirse bienvenidos.
Imaginaron que aquí podrían construir una vida más digna, lejos de la pobreza y la
incertidumbre de la que escapaban. Pero, al llegar, se encontraron con una realidad algo
más difícil: indiferencia, puertas cerradas y una sociedad que los percibe con
desconfianza, como si no pertenecieran a este lugar que también habitan.
«Tienen la mirada sucia», dice la gente. Esa mirada que refleja lo más crudo de una
realidad que nos cuesta mirar. Una mirada que guarda las cicatrices de haber crecido en
la calle, desprovistos de todo, más allá de su mochila que tanto les caracteriza. Una
“mirada sucia”, la mirada de haber experimentado lo que significa vivir al margen, en
los márgenes, en condiciones inhumanas, expuestos a la pobreza, la marginalización y a
la violación constante de sus derechos humanos, económicos, sociales y culturales.
Se les ve como un problema, pero son, en realidad, víctimas de un sistema que los ha
expulsado de sus países de origen, y que, una vez aquí, los deja a la deriva. Son los
últimos, los invisibles. Los nadie. Los ninguneados. Nadie los quiere, nadie los mira,
son ignorados y, en muchos casos, blanco del odio y el rechazo. Toda la frustración y el
malestar social parecen volcarse sobre ellos, sin que nadie se detenga a reflexionar sobre
el daño profundo que ellos también padecen, el miedo con el que viven cada día, la
desesperación que esconden detrás de esos ojos que tanto incomodan.
“Esto no justifica la delincuencia”- dirán. Claro que no. La inseguridad es un problema
real. Y yo también tengo miedo. Pero al menos, traer sus realidades a esta ecuación,
debería ayudarnos a mirar con menos odio y más ternura, a enfocar nuestras demandas
de seguridad desde una perspectiva más constructiva e inclusiva, más coherente con una
sociedad que aspire a ser civilizada, democrática y acogedora. No es difícil darse cuenta
de que el análisis debe ir más allá de la expulsión y abordar el problema desde un
enfoque basado en los derechos humanos. No hace falta ser un genio para entender que
la exclusión y el rechazo solo generan un caldo de cultivo que perpetúa el conflicto y la
inseguridad, en lugar de resolverlos.
En esta precarización de las sociedades, donde la fragmentación de la comunidad se
intensifica, lo más peligroso no es el miedo en sí, sino la forma en que lo gestionamos.
Cuando el miedo rompe los lazos comunitarios, cuando nos lleva a ver al otro como
enemigo en lugar de como parte de un mismo tejido, estamos condenando a nuestra
sociedad, y a nuestras jóvenes, al abismo.
Sin duda, debemos comprender y atender la inseguridad que la ciudadanía está
expresando, no negarla, porque es real y afecta nuestra vida cotidiana. Pero no quiero
escuchar respuestas como “pues llévatelos a tu p… casa”. Porque no se trata de llevarlos
a mi casa.
A las instituciones: estáis urgidas a proveer soluciones que vayan mucho más allá de la
simple securización de las calles. Es necesario que ofrezcáis respuestas más sofisticadas
y humanas, que aborden las raíces del problema, que incluyan la creación de
oportunidades reales de inclusión, y que pongan en el centro el bienestar de toda la
comunidad. El desafío es construir una sociedad que garantice derechos y dignidad, no
solo control y vigilancia. Es urgente. Sin demora.
No podemos seguir construyendo una sociedad donde siempre haya “otros” que queden
fuera, sin oportunidades, condenados a ser el chivo expiatorio de nuestras frustraciones
y miedos. No puede ser que las cenas para personas en situación de exclusión
residencial tengan que ser administradas colectivamente por vecinas organizadas,
asegurando un plato caliente cada día. Me enorgullece formar parte de una comunidad
que se organiza solidariamente y prepara cientos de cenas a diario, pero esta tarea es
responsabilidad de las instituciones.
Por cierto, esta ciudadanía también existe. También se organiza, también se moviliza. Y
esa es la sociedad que quiero: una comunidad que se cuida, pero también que exige que
quienes deben asumir la responsabilidad, lo hagan.
Nuestra sociedad debe estar a la altura del desafío de construir un futuro basado en el
respeto a los derechos humanos, la inclusión y la solidaridad. Trabajemos sobre el
miedo como lugar común. Porque el miedo, en su esencia, nos une a todas. Es el miedo
lo que compartimos, aunque venga de lugares distintos: el miedo a la inseguridad, a lo
desconocido, a perder lo que tenemos, y también el miedo a ser invisibles, a no
pertenecer, a ser excluidas y olvidadas. Es en este espacio común de temor donde
podemos empezar a construir puentes en lugar de muros, donde podemos encontrar la
posibilidad de reconocernos en la vulnerabilidad del otro. Sólo esa respuesta nos va a
humanizar como sociedad; el resto, deshumaniza a los otros y nos deshumaniza a
nosotras también.
La solidaridad es la ternura de los pueblos- no lo olvidemos
. Maitane Arnoso-Martínez (SOS Racismo Gipuzkoa)


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