En la entrada de Loiola, a la altura de la nueva Travesía que bordea el barrio y que están terminando de rematar un grupo de obreros subidos a sus grúas, nada hace presagiar que haya cientos de peluches, muñecos y figuras de todo tipo esperando a ser descubiertos. Un escuadrón de habitantes animados toma Loiola por estas fechas; en sus calles, sus plazas y sus rotondas. Es un belén que va absolutamente por libre y que, además de reproducir varias escenas tradicionales, destaca por su espíritu multicolor y kitsch. Spiderman comparte espacio con un grupo de baserritarras, con varias monjas, el pato Donald, Winnie the Pooh, jugadores de fútbol, una pescadería, el Monstruo de las galletas… En este belén todo el mundo parece tener un hueco y el filtro no se sabe muy bien cuál es.
Olatz y María, dos amigas de 43 y 47 años, toman unas cervezas a media mañana en la placita de Zubiondo. A pocos metros de la parada de topo, se produce el primer contacto con un universo infantil-navideño que empezó un poco por casualidad en 2004. Con levantar la vista, se encuentran con uno de los belenes desperdigados por Loiola. “Que pongan un decorado con una iglesia y la reproducción del belén me parece estupendo”, dice Olatz, quien no obstante opina que con los muñecos enredados en las barandillas “se pasan un poquito”. “Es demasiado”, afirma. A su lado, María es de la misma opinión. “Los decorados que ponen están super logrados, están muy bien. Pero que cuelguen los peluches de los árboles… Antes también había en los balcones, pero este año no los he visto”. “Ya no los ponen”, corrobora su amiga. Apoyan la idea de un belén alternativo y colorido; el resultado, un tanto recargado, no les entusiasma tanto.
En el barrio hay opiniones para todos los gustos, aunque en general la iniciativa no se ve con malos ojos. “No les gusta a los amargados, que los hay en todas partes”, sentencia Pili Jauregi, conocida vecina y alma mater del belén junto a otras mujeres que, en una broma interna, se hacen llamar Atsoak. Jauregi cuenta que ella misma ha creado para esta edición “más de 130” figuras y que los peluches, “cerca de 2000”, se custodian el resto del año en los bajos de la Iglesia de “unos 300 metros cuadrados”.
El belén surgió por una carambola… y un golpe de desparpajo. “Un chico me pidió que montara un belén en el hogar de los jubilados y al final no salió. Entonces, sin pedir permiso puse unas figuras tradicionales que había hecho yo en Atari Eder”, explica Jauregi. “Resultó que era muy poca cosa y para rellenar el hueco se me ocurrió poner un peluche. Algún niño puso otro peluche más y así hemos llegado hasta ahora”, añade. Gracias a la colaboración vecinal han logrado reunir cientos de peluches que empiezan a colocar hacia el puente de la Constitución. Después del día de Reyes, aproximadamente, llega el turno de retirarlos para que vuelvan al almacén. Y el próximo año vuelta a empezar. “Los quito una vez estén secos”, puntualiza.
En la calle principal Sierra de Aralar, en el lado del topo, un cartel invita al paseante a descubrir el “Belén de Loiola”. El festín infantil se concentra en los jardincitos y barandillas de la zona de la plaza Atari Eder, uno de los puntos neurálgicos de este barrio donostiarra con perfil propio. Del portal número 1 sale una señora que prefiere no dar su nombre. ¿Qué le parece el belén? “Excesivo”, responde. “Y eso que este año la decoración se ha moderado un poco”.
La razón por la que, al parecer, no hay muñecos colgando de las ventanas y balcones se debe al “protocolo Covid”, se lamenta Jauregi. Entre la anárquica marabunta destaca un simpático puesto de Santo Tomás, ahora que la pandemia ha obligado a suspender el acto principal en la plaza de la Constitución. Pero es en el portal 4, donde los peluches se hacen fuertes y rodean toda la manzana. Enfrente, debajo del bar Iruña, un Epi algo desgastado acompaña los cafés de los clientes.
“Yo con esto no gano nada. Lo hago por los niños”, subraya Jauregi, que pone como ejemplo las visitas que realizan los colegios como prueba del “éxito” del que goza el belén entre los más pequeños. Centra sus quejas en los “gamberros” preadolescentes que se dedican “a cortar los muñecos o a tratar de quemarlos, pero que no lo consiguen porque están hechos a prueba de fuego”. En caso de que se produzca un hueco y falte un peluche ella misma se encarga de repoblarlo.
Hace un par de años Jauregi tuvo sus más y sus menos con la casa de cultura del barrio. “Nos dijeron que no había que poner muñecos en Zubiondo ni tampoco en los árboles”, recuerda con un punto de amargura. A apenas unos metros del belén, tres chicos de 17 años, Haizea, Markel y Leire, charlan sobre esta peculiar tribu arcoíris compuesta por peluches y figuras navideñas. “Si a los niños les gusta y forma parte de una tradición, adelante. No sabemos por qué se hace exactamente así, pero está guay”, dicen.
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