Al artista donostiarra Alejandro Garmendia le gustaba pasear con un café en la mano por las arterias principales de Manhattan. Su mujer, Gill Connon, suele recordar que quería emular los hábitos de los neoyorquinos en un periodo, los años 90, donde a nadie se le ocurriría hacer lo mismo en esta parte del mundo. El cierre de la hostelería, el segundo en dos meses, ha convertido aquel gesto excéntrico y peliculero en una imagen recurrente de nuestras calles.
Cuando la cafetería Zabala abrió sus puertas a mediados de la década pasada, muchos vecinos de Gros se extrañaron. El efecto Garmendia ya había llegado. Todo lo que ofrecen es para llevar, ahora y antes: café, repostería, barras de pan. Lo dice abiertamente su cartel: “Tu café para llevar…”. No se puede consumir dentro y atienden desde una ventanilla que da a la calle. Solo trabajan por la mañana. Un establecimiento muy de barrio, pequeño y sencillo. Un banquito asomado en su interior invita, no obstante, a que los clientes puedan sentarse una vez acabadas las restricciones. “Es para que la gente mayor tenga la oportunidad de descansar”, aclaran.
Meyvi empezó como el dulce refugio argentino de la ciudad: alfajores, dulces de leche, tentaciones bañadas de azúcar. Hace 8 años Meme Harsich y Virginia Molini se instalaron en un diminuto local de La Gran Vía. De ahí dieron el salto a un espacio mucho mayor, con una generosa terraza y una cristalera que con forma de ele saluda a la avenida Ategorrieta y la calle Pasaia. Es media tarde de un día plácido, inusual en febrero. Dos jóvenes entran a por su dosis de cafeína diaria con los termos listos para ser rellenados. “Trabajamos en una academia de inglés que está al lado y venimos todos los días. Nos gusta mucho el café. Para nosotras es muy importante, porque así aguantamos mejor el día”, dice una de ellas, Karen, entre risas.
“En una cafetería funciona de manera más natural, porque la gente ya tiene la costumbre de tomar su café. Aquí es diferente”, señala Anderson Bossi del local Alabama, asociado a la etiqueta slow food-healthy food. “Estamos especializados en zumos, batidos, ensaladas y productos ecológicos”, precisa. Según cuenta, su negocio funciona “mucho mejor” en verano y con las limitaciones actuales ha dejado de servir desayunos. A cambio le piden cafés para llevar. Una mujer entra y pide un cortado. Se conocen, se llama Elena Romero. Lleva una mochila de colores chillones colgada del brazo. “Es de mi hija. Cuando voy a recogerla a Jesuitas paso por aquí”, explica.
700 diarios. Es el número aproximado de cafés que despachaba El café de Gros de la calle Nueva antes de la irrupción del virus. Cada uno cuesta 1.50 euros. Ahora las cuentas son otras. Las cifras han bajado. Su dueña, Josebe Aldasoro, cree que la pandemia está haciendo mella en la ciudadanía. “Veo a la gente cada vez más triste. No sé si el poder adquisitivo ha bajado aún más, pero se nota. El mal tiempo tampoco ayuda”, se lamenta. Mientras la música house invade el local, el camarero responde a la pregunta de si realmente está bueno el café. “Soy colombiano y ya te digo yo que sí, hazme caso”, asegura Alan.
A las puertas de Egia, al lado del apeadero de Renfe, sirven un hermoso café con leche espolvoreado con canela molida por tan solo 1,15 euros. ¿Cómo es posible? ¿En San Sebastián? “El año pasado lo teníamos a 1,10, hemos subido su precio cinco céntimos”, afirman con normalidad en la pastelería Txuffas. El cierre por las restricciones del Terzi, en Tabakalera, ha dejado un vacío en la zona. Su ausencia se puede cubrir en La Hora del Café, donde de nuevo han tenido que amoldarse a los nuevos tiempos. Pasadas las 16:30 horas tres amigas que salen de trabajar esperan su pedido. Se reparten los vasos, ajustan la tapa y pasean despreocupadamente, un poco como lo haría Garmendia 30 años atrás.
Sweet Roma es una isla arcoíris en el Centro. Mientras Reyes Católicos duerme o descansa, mantiene un flujo de clientes constante y regular. Uno de ellos sale con una huevera de cartón donde han colocado dos vasos rosas y unos pastelitos con colores de fantasía o cupcakes. El café con leche cuesta 1,60 euros, pero a cambio te regalan una galletita. “Así el cliente se va contento”, dice Elena Toledo. Esta simpática trabajadora calcula que al día gastan al menos un kilo de café. “Por la mañana son trabajadores o jubilados. Por la tarde el público es otro, pero muchos habituales siguen viniendo”.
Una fila de gente serpentea a la altura del escaparate de Donostea & Coffee, en una esquina de la avenida Sancho el Sabio. Hay de todo -¡hasta una fila de enormes tortas de San Blas!-, pero uno de sus platos fuertes es el té, lo que ya se deja entrever en el juego de palabras del nombre. Sin embargo, la mayoría está aquí con el mismo propósito que Karen o Elena dos horas antes. “Me pones un café para llevar?”. “Sí, claro”, responden desde el mostrador.
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