A nadie que conozca a Mikel y Cristina le puede extrañar su singular cambio de aires. Él nació en la capital gipuzkoana; ella es andaluza criada en Jaén, pero lleva muchos años como donostiarra de adopción. Y ambos son viajeros empedernidos, desde siempre. Sin embargo, a principios de noviembre de 2018 estos vecinos de Egia le dieron una vuelta de tuerca a su trayectoria vital.
Junto con Amelie, su hija de cinco años, la pareja abandonó las comodidades y rutinas cotidianas de la Bella Easo y marchó a un voluntariado de algo más de tres meses en la Tailandia profunda. Allí siguen. Están colaborando en un proyecto educativo en una aldea recóndita, un mundo aparte que han tenido la gentileza de compartir con DonostiTik. Por si sirve de inspiración para más gente.
Cómo terminaron en el Sureste Asiático
“Tanto tiempo estancados trabajando de lo mismo todo el rato no es sano, necesitábamos un break”, explica Mikel por correo electrónico. También hubo un motivo práctico: por la edad de la niña, “el próximo año ya es más difícil sacarla del cole durante el curso. Habíamos cumplido 40 años, parecía el momento”.
Tomada la decisión en abstracto, había que elegir función y destino. Buscaban ayudar, y también conocer una cultura diferente, en un lugar donde pudieran utilizar el inglés (incluso, para que Cristina misma lo mejorase) e, importante, donde no hubiera malaria. Dieron entonces con Hacesfalta.org, una web de Fundación Hazloposible, dedicada a facilitar el voluntariado.
A través de dicha página, contactaron con la ONG barcelonesa Udutama, que maneja varios proyectos allí en Tailandia (para uno como el que ellos querían, apuntan, la oferta es escasa en Euskadi). “Nos llamó la atención lo familiar que era el programa, y pensamos que con Amelie estaríamos como en un hogar”. Varios meses después, pueden confirmar que “así ha sido”.
No cobran por ayudar allí; es más, se pagan la estancia. El resto de voluntarios que se han encontrado han sido “normalmente españoles”, vascos ninguno. “Algún extranjero también se ha podido perder por aquí, pero no es lo normal”, describen.
Eso sí, nada que ver con el perfil de su ‘pack’ familiar: “Cuando más gente viene es en verano, donde se juntan hasta 12 voluntarios”, normalmente de 22 a 30 años, y que no suelen pasar de las dos semanas echando una mano. “Luego dedican como otra semana a viajar, y se vuelven”.
La Tailandia más pobre y rural
Situemos mejor al trío. De mayor a menor, su ubicación actual es Isan, región noreste de Tailandia, en el Sureste Asiático. Allí está el pueblo de Nachuak y, a cuatro kilómetros de este, la aldea de Ban Khok Klom. De ella forma parte Mom Tik Camp, su morada y campo de operaciones.
Isan es “una de las zonas más pobres” del país, “muy rural, donde la gente vive del cultivo del arroz en sus campos propios”. Quien posee parcela, también suele tener vacas y algún pollo, que se alimentan en ella y, de paso, la abonan. “Cada aldea tiene su pequeño molino para pelar el arroz de los vecinos”. Es decir, “tienen lo justo”, aunque sobreviven. En cada casa “suelen vivir abuelos, hijos y nietos, a veces bisnietos”. En muchos casos, “los padres de los niños se van a la ciudad”, y son los abuelos quienes cuidan de ellos.
Mom Tik se llama precisamente la dueña de su casa, en cuyo terreno hay otras tres construcciones, donde viven los voluntarios de Mom Tik Camp. El lugar dispone además de “un laguito en el centro, con tortugas, peces y ranas”. La anfitriona “nos trata como una madre, y nos hace unas comidas riquísimas”, que incluyen “unos postres increíbles con coconut. Ella y su marido son muy agradables”.
La imaginación al poder
Y su quehacer diario es colaborar en la educación. “Estamos aprendiendo un montón de la enseñanza y de los niños”, aunque, confiesan, “también vemos que no es lo nuestro” (son ingenieros de profesión). Normalmente, “de lunes a jueves vamos a dar clases a colegios de Primaria y a un instituto que hay en Nachuak”, el pueblo de referencia, “así que tenemos que enseñar a niños desde 6 años hasta 18”.
Son de dos a tres horas diarias de clases matutinas en los centros educativos. Y, por la tarde, hay que añadir otra hora y media, porque van a la misma casa de Mom Tik “unos 30 niños” de edades variopintas, “a jugar y aprender inglés. En general, aquí los niños son muy buenos y nobles”, describen, si bien “las clases en los coles son más complicadas, porque hay quien quiere aprender y quien pasa de todo”.
Eso sí, “aquí todo se improvisa”. Cuando empieza la jornada, “no tenemos claro las clases que daremos, las edades de los estudiantes ni cuántos niños vendrán a casa por la tarde. Nos lo habían avisado, pero, ¡es una cosa bárbara, la improvisación que tienen en este país!”. Entre todos los voluntarios preparan las clases, aunque ya hemos visto que sus compañeros han ido cambiando mucho.
“La atracción para todos”
En cuanto a la pequeña Amelie, gracias a la mente abierta de sus padres está viviendo unas experiencias que la mayoría de los demás solo conocerán en los documentales. “Está supercontenta, disfrutando mucho”, y además “ha mejorado una burrada el inglés”, califica Mikel. Incluso, “está aprendiendo a comunicarse por signos, a hacerse comprender sin saber el idioma”.
“Pensábamos que tendríamos que turnarnos” para cuidarla y ejercer como maestros. “Pero no es así, nos la llevamos a todas las clases, y se porta muy bien”. De hecho, “con los niños pequeños de los coles juega un montón”, la rubita es “la atracción para todos. En el instituto le hacen fotos en mitad de la clase… ¡Yo lo llevo mal y les hago guardar el móvil”, clama Cristina.
Sí, las tecnologías también han llegado allí: “Es una locura, están enfermos por las fotos y los juegos de móvil”.
Y, por supuesto, movimiento
Como es lógico, nuestros adictos al viaje también aprovechan los fines de semana y ratos de ocio para conocer lo que les rodea, desde lo más próximo hasta otros países, como la vecina Laos.
Al principio, la propia Mom Tik les llevó ver templos antiguos, elefantes… en las inmediaciones. Y enseguida “ya teníamos bicis, y vamos a donde podemos llegar con ellas, sin dudarlo”. La de Mikel incluye un asiento acolchado en la parrilla, “y Amelie hasta se duerme sobre él”. Cuando caminan, cualquiera que pasa al lado en vehículo a motor “te para para llevarte, sobre todo en las zonas rurales entre pueblos: la gente es muy, muy amable”.
Entre los lugares diferentes que han visitado, destacan ciudades como Nong Khai, a orillas del fronterizo río Mekong, “muy agradable, con templos muy bonitos”. Desde allí hicieron una excursión al Phu Phrabat Historical Park, “una maravilla, en una zona kárstica, donde encontrabas piedras en equilibrio que utilizaban como lugares de meditación hace más de mil años”.
También es chocante la gastronomía. En algunas partes de su región de Isan “se come ‘sticky rice’ a todas horas. Debe de tener una droga o algo, porque yo al menos estoy enganchada”, cuenta Cristina. “Es un arroz blanco que se come con la mano, está pegado y lo vas comiendo poco a poco”, mojándolo en las salsas como hacemos con el pan a este lado del planeta.
Además, su visita a Vientiane, capital de Laos, fue medio obligada. Cruzar la frontera les era necesario para obtener un visado por 60 días más, y poder culminar su estancia en Tailandia.
Parece que fue ayer
Después de tantas experiencias y nuevas gentes acumuladas en un puñado de semanas, seguro que los días anteriores al miércoles 13 de febrero tendrán un punto triste. Es la fecha marcada para el vuelo de vuelta a Madrid; y el lunes 18 tocará el retorno a la vida cotidiana donostiarra que aparcaron en noviembre.
Más pronto que tarde, emprenderán una nueva aventura.
(Nota: si a alguien le interesa ayudar en Mom Tik Camp, que nos escriba a [email protected] y le pondremos en contacto con Mikel y Cristina).
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