La primera mitad del verano, salvo en contados días sueltos, la hemos vivido debajo de una boina de nube. El buen tiempo se hace de rogar. En los alrededores del náutico, disfrutan de un breve descanso de media mañana Bakarne y Natalia. Estas dos mujeres de mediana edad trabajan en el ayuntamiento de San Sebastián y charlan bajo una espesa capa gris que no se quiere marchar del cielo. Están curadas de espanto: “Yo tengo el recuerdo de que hace unos años tuvimos un mes de julio muy malo, creo que ha pasado otras veces. No es algo tan raro. También es verdad que cuando estás trabajando tienes otra visión”, dice una de ellas. “Esta mañana me he mojado un poco en la bici y no pasa nada”, responde la compañera. “Tengo vacaciones en una semana, ¡entonces sí que lo veré como una faena!”, reconoce, ahora sí, la primera de ellas.
Cuando sale el sol las plazas se llenan de terrazas, la muchedumbre busca un hueco en la playa, las canciones del verano vuelven a la memoria, en las heladerías se forman colas larguísimas, Instagram echa humo con un atardecer tras otro, la vida parece un poco menos áspera y Donostia brilla en el Telediario de La 1 como destino turístico. Precisamente, Gabriel Zalles, trabaja como guía local y acaba de despedirse de un grupo de turistas a los que ha descubierto varios secretos de la Parte Vieja. Son las 12 de la mañana y la estruendosa sirena de Garibai pilla por sorpresa a algunos visitantes. Gabriel hace unos cuatro recorridos turísticos al día y no parece demasiado afectado por el mal tiempo.
Jesús Etxegoien, el incombustible barquillero de La Concha, en cambio, está que trina con un tiempo que invita a la melancolía más que a la típica alegría despreocupada del verano. “Fíjate cómo está el cielo. Esto es pésimo. Parece noviembre. La playa no se llena”, dice sentado con los dos cestos de patatas y barquillos tapándole los pies.
Jesús compara este verano pocho con el de 2011. “Recuerdo que el parking lo acababan de inaugurar y todo el mes de julio no paró de diluviar”. Pese a todo, no tiene motivos para lamentarse ya que el “turismo nacional” conoce de sobra su género, un producto muy apegado a “la nostalgia” y a los viejos tiempos. “Estoy vendiendo algo menos que el año pasado, pero no me quejo”, afirma.
A unos metros, un genovés llamado Daniele Amalfitano capta la atención de locales y foráneos con un curiosísimo puesto de libros diminutos que él mismo, asegura, encuaderna a mano. Son cuentos, novelas, ensayos políticos, en muchos casos títulos de sobra conocidos como El Principito, El libro de la Selva, Romeo y Julieta, Utopía de Tomás Moro… “Los encuadernamos a mano con hilo y siempre con las ilustraciones originales. Viene con una frase del autor y, por último, cada librito tiene un imán”. Una pareja ve la colección de miniatura y queda maravillada: “¡Cómo mola!”. Mientras el cielo aguante y no le sorprenda un aguacero, el locuaz Daniele se empeñará en vender literatura tamaño XS.
A unos metros de la playa de la Zurriola, Jon Alberdi atiende a sus clientes en la humilde terraza de Bergarakua, que aún mantiene el cartel de la antigua La Consentida. El cielo parece que se va a abrir de un momento a otro, y lo hará al menos durante el mediodía. “El tiempo claro que influye”, admite Jon. Pero cuando su ánimo se encoge de verdad es con su relato crudo y veraz de los efectos de la crisis. “No dependo del turismo, mis clientes son los mismos en invierno que en verano. La cuestión no es tanto el tiempo como que no hay cash. Haga bueno o malo la gente no tiene dinero. Ese es el verdadero problema”.
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