No fue una de esas apariciones marianas reconocidas por la Iglesia Católica y que revolucionan una zona para siempre recibiendo una oleada de peregrinos piadosos. Pero hace unos 10 años algo pasó. Y a partir de un gesto inocente -un hombre deposita una figura de la virgen de Lourdes en una pequeña cavidad- hay personas que pasan por el tramo inicial de la calle Palacio del Antiguo y se detienen casi por inercia, acostumbradas a saludar, incluso a santiguarse ante una imagen que consideran sagrada.
Juan Mari vive en la segunda planta del portal número 4, justo enfrente de la esquina donde colocaron la primera virgen. Luego llegaron otras: la quitaban y, pasado un tiempo, volvían a poner una nueva. Según cuenta, desde su piso vio cómo un obrero que trabajaba en una gran reforma en la casa de al lado hallaba en su interior la imagen religiosa que pertenecía a las hermanas -“dos solteronas”, remarca- que vivían allí. Aquel trabajador podía haber arrojado la representación a la basura, pero pensó que el tímido socavón era un destino idóneo para el souvenir francés. “Encontró el hueco y lo puso ahí”, afirma este señor, ya jubilado, que no da crédito a lo que vino después.
“Súbitamente”, continúa sorprendido, “hubo señoras que se paraban como si la virgen se les hubiera aparecido”. Este hecho fortuito terminó calando en un sector del barrio, muy pequeño, que a día de hoy le rinde pleitesía. “Últimamente una señora de cuarenta y tantos años se para un rato y reza”, dice Juan Mari. “Hay gente que está dispuesta a creer cualquier cosa de tipo religioso”, culmina.
La versión actual de la virgen no es la misma que la que había al principio, bastante más robusta y de un material más consistente. De color blanco, la de ahora es una de esas botellas de plástico de agua bendita en forma de estatua que medirá alrededor de 15 centímetros. A su lado, le acompaña una vela roja muy desgastada por el tiempo, además de tierra y hierbajos. Fuertemente pegada a la superficie, dista mucho de la imagen celestial que se le ha otorgado a su figura.
Óscar, otro vecino de 54 años, está a punto de girar a la izquierda y entrar así a un camino carretil que le lleva a su casa. En ese punto exacto, en el borde con la calle Palacio, está la cavidad. Se fija en el trazo ovalado, perfecto, casi a ras del suelo. “No sé cómo habrá cogido esta forma. Es un misterio”, dice. Alguna vez “han quitado” la figura, asegura, pero “al cabo de unos días la vuelven a poner”. Ésta que tiene a un metro ya lleva un tiempo, dos años quizás, no lo sabe a ciencia cierta.
Un tercer vecino, Iñaki, pasa por la acera de enfrente, justo debajo de donde vive Juan Mari. Iñaki enfila la calle Palacio rumbo a su casa, 200 metros más arriba. Todos los días pasa por aquí. Pero él es uno de los que desconocía la existencia de esta virgen que va y viene y que, a su manera misteriosa, también forma parte del Antiguo.
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