Parece que en Donostia solo está permitido tomar un café en un local de aires modernos o en una de las insípidas franquicias que han crecido como setas en los últimos años. Las cafeterías de toda la vida con precios razonables y trato familiar han pasado a mejor vida o, en el mejor de los casos, sobreviven como pueden con una clientela envejecida y un futuro incierto amenazado por el sistema de facturación Ticket Bai y unos alquileres que están por las nubes. Difícil no pararse a mirar la esquina del café Salvador de Gros (calle Pasaia, 1). No solo por su letrero a la antigua usanza, con el nombre bien claro y en letras grandes, y un interior coqueto que invita a ser descubierto. El milagro es que un negocio de estas características sigue vivo.
“Si continúan cuando yo me apee, ellos formarían parte de la cuarta generación. Parece que será así, porque lo tienen hablado y ya me han dicho que no quieren que esto se termine”, dice Asun Salvador (58 años), señalando a su hijo Adrián, ingeniero de formación y profesor, que está en la barra sirviendo los desayunos. Aida, la pequeña, es estudiante de Turismo y se encarga de las redes sociales. La mayor, Andrea, licenciada en Química, también echa una mano. Todos ellos tienen sus planes de vida al margen del café, pero no quieren que el proyecto familiar se extinga por nada del mundo.
En una gélida mañana de invierno, poco a poco, las mesitas del local se van llenando. En el mostrador hay panes de distintos tipos y algunos bizcochos caseros. Varias cajas de cereales de colores dan la nota discordante en una cafetería clásica y sencilla adornada con plantas y una fila de bombillas blancas. Los clientes parecen los de siempre, de los que repiten. La dueña sonríe y saluda a una mujer por su nombre de pila. A un lado se sienta una señora mayor bien abrigada con pinta de ser habitual. Vaya si lo es. “Lleva 40 años viniendo aquí”, confirma. El café con leche es bueno y está bien hecho (1,40 euros) con unos ingredientes que los Salvador guardan en secreto.
En un rincón se puede desenredar la madeja familiar a través de una serie de fotografías. Las imágenes nos van dando algunas pistas sobre los 85 años de historia de este lugar. El abuelo de Asun abrió el comercio el 1 de noviembre de 1938. Durante décadas, funcionó como una tienda de ultramarinos que surtía a las villas del barrio con un servicio de reparto a domicilio. El delivery de la época. También atendían a los vecinos que se acercaban al local y que acostumbraban a fiar las compras de alimentos y artículos de primera necesidad. Apunte señor Fermín, apunte señora Asun. Las deudas se amontonaban en unas notas insertadas en un pincho metálico de la barra.
Con la llegada de las grandes superficies (Pryca, Mamut), los hábitos de consumo cambiaron. La crisis hizo estragos en el pequeño comercio. Y a aquel ultramarinos de barrio no le quedó otro remedio que reinventarse: pasó a convertirse en un local de degustación de café y frutos secos. Era 1982, la segunda generación ya estaba al mando. “No vendíamos prácticamente nada. Teníamos que reciclarnos”, recuerda Asun. “Vino un señor a enseñarnos cómo se manejaba una cafetera, cómo se hacía el café… Realmente, no teníamos ni idea».
La cafetería está repleta de fotos, recortes, postales y objetos con un gran peso histórico y emocional configurando una suerte de museo familiar. Por ejemplo, en una repisa descansan dos molinillos “con más de cien años” de vida que perteneció a los primeros dueños. Las balanzas y un primitivo transistor con encanto están a la vista. En el interior de la barra hay una vieja caja registradora que es una auténtica reliquia: calcula hasta los céntimos de las antiguas pesetas. La máquina funciona, asegura Asun.
Una vez, un coleccionista de antigüedades se interesó por él: “Me dijo que le pusiera una cifra, la que yo quisiera. Le dije que no estaba en venta, porque para mí tiene un gran valor emocional. El hombre no lo entendió y se marchó ofendidísimo”. También es curiosa la historia de un banco callejero que está pegado a la cristalera. “Fue un regalo del alcalde Ramón Labayen, que vivía en la esquina», afirma Asun. «Mi padre se lo pidió una tarde y a la mañana siguiente apareció un camión con dos operarios. Entraron con el banco, que aún tenía hierbajos en los anclajes, y preguntaron: ‘¿Esto es aquí?’. ‘Sí, sí’, respondió mi padre. Venía directamente de Alderdi Eder”, puntualiza.
En los últimos años también se han realizado presentaciones de libros y talleres de lecturas, entre otras actividades, siempre en un ambiente muy íntimo y familiar. “¿Quién me iba a decir a mí que con dos carreras iba a terminar vendiendo cafés?”, reflexiona antes de dejar un pequeño recado a las instituciones a cuenta del Ticket Bai. “Acabamos de salir de una pandemia. Este no parece el momento más idóneo. A la hora de la verdad no nos ayudan, es más bien al revés”. Y mientras la responsable y alma máter de la cafetería Salvador vierte su opinión sobre un tema delicado, saca tiempo para levantar la cabeza, sonreír y despedirse de una mujer que sale por la puerta: “¡Agur, Marta!”.
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