La nostalgia es un arma poderosísima que la música explota como nadie: no hay más que ponerse delante de uno de esos programas donde suenan canciones antiguas que de repente te devuelven a la infancia o la adolescencia. En el puesto de Jesús Etxegoien (Donostia, 1966) es un fenómeno que se come a bocados. Y sabe estupendamente, es decir, igual a como sabían cuando lo probaste siendo un chaval. Vende barquillos (dos unidades a 1,80 euros) y patatas (la bolsa a 1,50 euros) desde 1982, cuando con 16 años cogió el testigo del negocio en un oficio que está a punto de extinguirse. Según cuenta, su hermana se encarga de la elaboración del producto. No llevan etiqueta, son de elaboración propia. Él los empaqueta y sale a la calle. Se sienta bajo una sombrilla txuri-urdin y deja en el suelo dos cestos idénticos a cada lado que solo se distinguen por sus cartelitos: “barquillos artesanales” frente a “patatas chips”.
“Antes había un barquillero en cada rampa de La Concha hasta llegar a un total de 8. Luego había otro vendedor más a la altura del Ayuntamiento”, narra Jesús en una apacible mañana de Semana Santa. Ahora se ha quedado solo en todo el paseo. Es el último de una estirpe que no encuentra relevo y que, además de a los cambios de hábitos, achaca también a la remodelación que sufrió la plaza Cervantes en 2011. Además, el histórico puesto de chucherías que tenía a unos metros desapareció el pasado 30 de noviembre. Su responsable, una señora de 83 años, se ha jubilado. Aunque la música del brasileño Filipe Court anima la zona, se echa en falta a su compañera de fatigas.
En apenas 15 minutos varios paseantes se detienen ante él y se llevan su recompensa. “Te voy a comprar dos barquillos, que están muy ricos”, le dice una clienta a su nieta. Jesús echa la mirada atrás en un involuntario arrebato nostálgico y saca de una carpeta viejas fotografías de los años 80 y recortes de prensa más recientes. “Una señora me dijo que vendo nostalgia y es verdad. Me pareció una frase muy bonita”, comenta con los ojos bien abiertos por encima de la mascarilla. Entre las imágenes se le ve acompañando a dos mujeres y hay otra foto en la que posa orgulloso al lado de una sombrilla multicolor.
“Es un oficio que se está acabando. Quedaremos muy pocos elaboradores de barquillos en España. Hay uno en Asturias y otro en Cantabria que es donde está su origen. Un día de regatas pasó por aquí Miguel Ángel Revilla y se lo comenté. Se puso muy contento. Claro, ¡los barquilleros artesanos vienen de la Vega del Pas! Ya sabes cómo es. Igual que en la televisión”, explica. El actor Arturo Fernández, que también pertenecía a una vieja estirpe, en su caso la del seductor indomable, era cliente habitual. Los días que tenía función en San Sebastián se llevaba su trocito de barquillo.
De Semana Santa a octubre vende patatas y barquillos en la Concha; el resto del año suele ubicarse en una esquina de la plaza Gipuzkoa donde continúa con la tradición de castañero. También se le puede ver en Santo Tomás o en eventos populares como los desfiles de carnaval y la cabalgata de Reyes. La venta ambulante es su mundo y las patatas y los barquillos su tesoro más preciado. De su pequeña colección de fotografías también aparece un documento donde guarda el permiso para ejercer su trabajo, por el que abona una tasa anual de 3956 euros.
Si todo va bien, por primera vez en 40 años podrá ofrecer agua y bebidas no alcohólicas tras un cambio en la ordenanza municipal. “Lo único que tienen que hacer es añadirme este cambio legal en el permiso”, afirma. No las tiene todas consigo. La nostalgia va por un lado, la burocracia suele ir por otro.
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