“Ella sonríe y todos caemos en sus redes”, decía la famosa crítica cinematográfica Pauline Kael. Junto a Marilyn Monroe, Grace Kelly y Marlon Brando dio a la década de los años 50 del pasado siglo, según otro de los grandes estudiosos del séptimo arte, David Shipman, “su verdadero rostro” y originalidad. “Hollywood nunca había conocido nadie como ella”, reconocía Terenci Moix en ‘Mis inmortales del cine’. Aunque Billy Wilder fue más allá sosteniendo con su habitual sentido del humor que, en plena popularidad de las exuberantes ‘maggiorate’ italianas, “esta chica puede hacer que los pechos de las mujeres sean cosa del pasado”. Es cierto. Su físico nunca se adaptó a los cánones de su época. Fue su encanto, ser “simplemente adorable”, como recalcaba Wilder, y su gran valía como actriz (su delicadeza de matices en el drama, su pícara vis cómica) los que convirtieron a Audrey Hepburn (1929-1993) en una de las ‘estrellas’ más icónicas del celuloide y la única, junto a Marilyn Monroe, que continúa hoy presente y vigente para las nuevas generaciones a través de posters y merchandising de todo tipo.
El próximo 4 de mayo esta actriz, que irrumpió con fuerza en el ‘star-system’ en 1953 al ganar el premio Óscar con su primer papel protagonista por ‘Vacaciones en Roma’, hubiera cumplido 92 años y no es difícil imaginarla ahora como una encantadora abuelita o como ese ángel que interpretó para Steven Spielberg en ‘Always’ (1988), su última aparición en la gran pantalla.
Pero para muchos, Audrey Hepburn será, con permiso de Truman Capote, que siempre deseó que fuese Marilyn Monroe quien interpretara a su gran personaje, la Holly Golightly de ‘Desayuno con diamantes’ (1961), esa alocada, tierna, picarona, vulnerable y algo ingenua chica de alterne que mira anhelante el escaparate de la conocida joyería neoyorquina Tiffany’s, la que canta ‘Moon river’ de Henry Mancini asomada a la escalera de incendios de su edificio en un ‘día rojo’ o la que sirve sin saberlo de correo a la mafia. La maravillosa película de Blake Edwards es, sin duda, uno de sus mejores papeles, aunque la propia actriz confesaría tiempo después que fue también uno de sus mayores retos. “Soy introvertida. Actuar para ser una chica extrovertida es la cosa más difícil que he hecho en mi vida”, explicaría.
Fue el personaje que demostró a quienes pensaban que sólo era una ‘Cara con ángel’ que Audrey Hepburn era una intérprete capaz de transitar de forma brillante entre la comedia y el drama (en ocasiones a la vez) sin aspavientos, sin despeinarse. La elegancia, es verdad, siempre fue ‘marca de la casa’ y uno de sus principales atractivos. Pero bajo esa rutilante imagen de mujer del ‘new look’ de los 50 y del chic ‘pop’ de los años 60 escondía sus considerables dosis de tragedia: el horror nazi, el hambre y la dureza de la Segunda Guerra Mundial que vivió siendo una niña en Países Bajos, de donde era oriunda su madre, y que la marcaron de por vida. Su amor a la danza (quería ser bailarina) y, posteriormente, a la interpretación, le permitieron dejar aquello atrás, pero siempre tendría muy presentes aquellos recuerdos.
“Todo lo que pido por Navidad es otra película junto a Audrey Hepburn”, declaraba entusiasta Cary Grant. Habían coincidido en ‘Charada’ (1963), filme en el que ambos protagonizan una de las escenas más cómicas de la historia del cine (ese baile de la naranja en el que no pueden usar las manos). Audrey daba vida a una reciente viuda en apuros que no deja de tirarle los tejos a un múltiplemente divorciado Cary Grant en uno de esos ‘thriller’ con historia romántica y trazas de comedia de por medio que Hitchcock hizo tan populares y que fue la segunda fructífera colaboración de la actriz con Stanley Donen. La había dirigido previamente en el musical ‘Una cara con ángel’ (1957) enfatizando esa estrecha relación que siempre unió a la actriz con la moda parisina y, especialmente, con Hubert de Givenchy. Habría una tercera igual de memorable: ‘Dos en la carretera’, sin duda, otra de sus grandes interpretaciones.
El que fue su ‘gran descubridor’ en ‘Vacaciones en Roma’, William Wyler, también quedó tan complacido con su trabajo que volvió a contar con ella en otras dos películas: ‘La calumnia’ (1962) y la comedia ‘Cómo robar un millón y…’ (1966). No lograron, sin embargo, la misma repercusión que ese particular ‘cuento de hadas’ en el que Hepburn encarnaba a la rebelde princesa Anne que se ‘escapa’ en pleno viaje oficial y se enamora de un periodista (Gregory Peck) recorriendo en Vespa los lugares más bonitos de la Ciudad Eterna.
La carrera de Hepburn tuvo, sin embargo, importantes éxitos como ‘My fair lady’, de George Cukor, en 1964. El año, por cierto, en el que recaló en el Zinemaldi. Ya había ganado cinco años antes la Concha de Plata a la Mejor Actriz por ‘Historia de una monja’, de Fred Zinnemann, en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, pero en aquella ocasión no pudo recogerla personalmente. Compensó con creces, según los que aún la recuerdan, su presencia en aquella edición del año 1964 desplegando encanto.
‘Sola en la oscuridad’ (1968) y ese hermoso reencuentro crepuscular en el bosque Sherwood de ‘Robin y Marian’, de Richard Lester (1976), fueron otros destacados títulos de una carrera que en la década de los 60 y 70 fue cada vez más parca en películas y, paulatinamente, más activa en la labor de la actriz como embajadora de buena voluntad de Unicef.
Su huella y su carisma, sin embargo, continúan presentes en la treintena de películas que componen su legendaria filmografía y el imborrable recuerdo que dejó en la pantalla y detrás de las cámaras. Billy Wilder recordaría con emoción años después cómo al ensayar con ella la escena del baile en ‘Sabrina’ (1954) se olvidó completamente de que estaba rodado un filme durante un buen rato. “Pensé que estaba en el baile, que estaba en un restaurante bailando con ella. Me despisté por completo”, comentaba a Cameron Crowe en su famoso libro entrevista ‘Conversaciones con Billy Wilder’. “No habrá otra igual”, concluía el director de ‘El crepúsculo de los dioses’.
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