La primera paradoja tiene lugar pasada la rotonda, con el Stadium Gal asomando por un costado. Una inmobiliaria de lujo anuncia una “nueva promoción” de villas en Hendaia a partir de 359.000 euros + IVA con unas atractivas imágenes de gran tamaño. Apenas 100 metros después empiezan a aparecer, como gotas anónimas en un océano, los primeros hombres que deambulan por la zona matando el tiempo a la espera de que alguien pueda darles cobijo. Los hermanos Traore están desquiciados, llevan “dos días sin comer”, aseguran, y se sientan en un banco en la enorme explanada gris de Ficoba. Miran al suelo, cabizbajos. Uno de ellos solo piensa en fumar para calmar los ánimos.
Como el resto de sus compañeros de viaje -alrededor de 20 jóvenes venidos de distintas partes de África: Sudán, Mauritania, Guinea…– están atrapados en los alrededores del paso fronterizo sin saber muy bien qué hacer.
No saben cuál es exactamente el origen de la parálisis. ¿El COVID? ¿El toque de queda en Francia a partir de las 18 horas? ¿Los papeles? Según denuncian, quedaron abandonados a su suerte hace varios días y las instituciones les han dado la espalda. Nadie les atiende. No tienen adónde ir. Y no saben qué hacer.
No les ha quedado otro remedio que acampar en los soportales del Centro de Interpretación del Bidasoa, ubicado en el antiguo edificio Aduana, lamiendo el histórico puente internacional Avenida. Algunos descansan tumbados en el suelo, varios caminan dando círculos en grupos reducidos, hay quien escucha música con unos llamativos cascos negros; muchos llevan el mismo abrigo azul, como si formaran parte de algún club deportivo. Iparralde está a un palmo, a la vista de todos, lo que da lugar a una nueva paradoja: en 2020 el mítico paso fronterizo se reabrió tras haber estado tres años cerrado por obras y ahora no les está permitido cruzar al otro lado.
“¿Sabes si hay algún albergue con plazas libres?”. Es Saliou, un chico de 27 años nacido en Konakry, la capital de Guinea, que habla correctamente castellano. Al contrario que el resto, ha vivido en España desde 2019 (Mérida, Madrid), pero dice que ha llegado la hora de cambiar de país. “No encuentro trabajo”, afirma. A su lado, otro joven asiente y dice que para ellos el destino es lo de menos siempre y cuando encuentren empleo. “Francia, Holanda, Bélgica… Me da igual. No tengo a nadie allí, pero lo único que quiero hacer es trabajar”. Una chica habla por teléfono, parece que es la única mujer del grupo. “Hay alguna mujer más, pero está con su familia más abajo”, aclaran.
La policía francesa vigila sus movimientos. “Están por todos los lados las 24 horas del día”, asegura Saliou. Las tiendas de souvenirs y bares de la zona trabajan a medio gas, no hay apenas actividad comercial. Dos chicos con plumíferos azul eléctrico están apoyados sobre el puente Avenida. No deben tener más de 22 ó 23 años. Una valla doble les cierra el paso, mientras que una patrulla está aparcada al otro lado con varios agentes dentro. El tiempo hoy acompaña, pero se lamentan de que la noche anterior llovió y pasaron frío. Justo enfrente se observa claramente cómo los gendarmes dejan pasar a varios coches y peatones a un lado y otro de la frontera libremente. Se descubre la tercera paradoja, la más cruel.
A la altura de la carretera y sobre las señales de entrada a Irun se reúne otra cuadrilla. Como los hermanos Traore, como todos aquí, tienen una sensación de déjà vu. Se sientan, esperan no se sabe muy bien qué, matan el tiempo. Todas las horas son iguales y cada día sin solución se vuelve un poco más amargo.
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