(Pilar Salas/EFE). Mantiene una «ilusión total» por la cocina, que le sigue dando «la fuerza para vivir», y continúa anotando sus ideas de platos surgidas de aquí y allá en unas libretas de incalculable valor y caligrafía ilegible. Juan Mari Arzak, aita de la Nueva Cocina Vasca, cumplirá este domingo 80 años enamorado de su profesión.
Lo celebrará con su familia y su equipo en Arzak, inaugurado en 1897 por sus bisabuelos como bodega, donde luego su madre, Paquita Arratibel, demostró su «extraordinaria sensibilidad» con platos como una merluza rebozada «mágica», él comenzó una revolución en forma de pudin de kabrarroka (cabracho) o pichón deshuesado en salsa de salvia y su hija Elena ofrece ahora un chipirón con piel de champiñones.
Cambiar los estudios de aparejador para enrolarse en la Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Madrid fue el inicio de una pasión que se mantiene intacta y le ha dado «muchas satisfacciones», dice en una entrevista con EFE. Mantener tres estrellas Michelin desde 1989, «el mayor reconocimiento mundial», es una de ellas.
Pero de la que más se enorgullece es de su aportación a la cocina vasca, que miró directamente a los ojos a la predominante francesa: nuevas técnicas para dar otros valores a la tradición, sin complejos. Su merluza en salsa verde de 1985, una versión mejorada de la cocina popular, es un ejemplo.
Su periplo francés de la mano de Paul Bocuse, a quien conoció en unos coloquios del Club de Gourmets en 1976, fue la semilla para desarrollar, junto a otros colegas, la Nueva Cocina Vasca.
No sólo cambiaron platos; ese movimiento «elevó el nivel social y cultural de los cocineros y cocineras, antes con poca formación», sin salir de sus cocinas a conocer otras culturas y con nulo reconocimiento a su trabajo. «Ahora no hay cocinero que no vaya a una escuela de hostelería y están preparados para abrirse al mundo; estoy encantado con eso», indica.
Fue siembra para la posterior revolución de Ferran Adrià, con quien se sintió más que a gusto viajando por el mundo: «Es la persona más imaginativa que he conocido en la vida. Estaba muy avanzado, era pura imaginación y así sigue».
Él también. Yendo al restaurante para hacer sus aportaciones o dar una última opinión sobre las creaciones de su hija Elena, para la que no escatima elogios porque le «inspira desde hace muchos años» y le apoya en su merma de fuerza física, «que no química». «Ella sabe la tira», enfatiza.
Siempre ha tenido su pasaporte a mano para conocer otras cocinas -le encantan la japonesa, la china o la peruana- y entre sus platos preferidos figuran los chipirones en su tinta y los huevos fritos con pimientos del piquillo.
«España es el sitio donde mejor se come y la que más me gusta es la cocina vasca por su sublimación de sabores», asegura quien, no obstante, disfruta de «las buenas cocinas con buen producto» y siempre se ha interesado por la fusión.
Porque a Juan Mari Arzak la idea de un plato le puede llegar paseando, leyendo o viendo la televisión. Siempre tiene a mano una libreta -la última un regalo de su colega Andoni Luis Aduriz (Mugaritz)- para apuntar alguna nueva creación, aunque son pocos los que pueden descifrar su caligrafía, «malísima pero sin una falta de ortografía», declara entre risas.
De Elena se queda con su sorta de cigalas (un hatillo de fideos de arroz frito y relleno de cigalas que califica de «maravilloso») y de sus creaciones propias con el pastel de kabrarroka de 1971, vigente en múltiples restaurantes y supermercados de toda España. Si cobrara derechos de autor, estaría forrado.
La idea le vino del pastel de merluza del bar del padre de su amigo Alfonsito González, en la Parte Vieja de San Sebastián, que le encantaba y quiso «evolucionar y aligerar» con los preceptos de la Nueva Cocina Vasca. Pero el concepto primigenio, reivindica en favor de las cocineras vascas, fue de Nicolasa Pradera (Casa Nicolasa, San Sebastián).
También su madre, una «increíble transmisora del placer en un plato, con una sensibilidad total», fue fuente de inspiración. «Mi madre todo lo hacía bien, pero sobre todo recuerdo cómo trabajaba el pescado», que sigue siendo protagonista de los menús de Arzak.
Ahora es Elena Arzak quien lleva las riendas, y de ella su padre alaba tanto su conocimiento como su humildad; cada vez se echan «más flores» y discuten menos, aunque él se siga definiendo como «un cascarrabias, al que el enfado se le pasa pronto». Ambos comparten un principio: la hostelería es una pasión, no una profesión, y así seguirán apostando por la gastronomía.
«Él lo ha dado todo, no sé si es consciente de todo lo que ha aportado», defiende la cocinera.
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