Hay películas que, como la lluvia fina, calan sin que uno se dé cuenta. Cuando se encienden las luces y se abandona la butaca de la sala de cine aún es pronto para reconocer esa punzada, el impulso que hace abrir de par en par la puerta de esa emoción que se guarda bajo candado con tanto celo. Pero, como con la técnica de los cinco puntos de presión alrededor del corazón, el secreto mejor guardado del maestro de artes marciales Pai Mei en ‘Kill Bill’ de Tarantino, sólo hay que dar unos cuantos pasos para comprobar que, efectivamente, tras ver ‘Almas en pena de Inisherin’, el último filme de Martín McDonagh (‘Tres anuncios a las afueras’), la tristeza ha escapado de su prisión. Que no cunda el pánico.
‘Almas en pena de Inisherin’ es una producción cinematográfica que toca la fibra. Lo hace, además, mientras creemos erróneamente que se trata de una comedia costumbrista, cuando, con perplejidad parecemos no entender por qué de un día para otro Colm (magnífico Brendan Gleeson) no quiere seguir siendo amigo de Pádraic (Colin Farrell, igual de magnífico o puede que incluso más). Lo que comienza como una de esas películas de exaltación de la idiosincrasia irlandesa (paisajes bellísimos, música, pubs), como una revisitación de aquellas películas en las que el genial John Ford componía una idílica Irlanda, pronto se revela como un contundente, abrumador y quirúrgico estudio sobre la soledad, la rutina, sobre el hastío existencial. Con un guión perfecto y una dirección acertadamente clásica, McDonagh explora los recovecos de la insatisfacción y de cómo las personas pueden hacer aún más infelices a los que quieren sin proponérselo. Porque Pádraic no se dará por vencido y querrá volver a ganarse el interés de su hasta entonces mejor amigo sin entender que lo único que Colm persigue es tener la oportunidad de dar un nuevo rumbo a sus vidas (a la de los dos e incluso a la de hermana de Pádraic) en un mundo ajeno casi al tiempo (la guerra de independencia irlandesa en los años 20 del pasado siglo) y el espacio (una pequeña isla dentro de un archipiélago más grande).
Acoplado y sepultado en su propia monotonía, Pádraic no es consciente de lo profundamente solo que se siente. Tiene sus animales, a los que ama; a su hermana Siobhán (excelente Kerry Condon) a la que venera; el pub del pueblo, pero no es capaz de ver más allá de eso, lo que desatará el conflicto con Colm.
A Pádraic, por cierto, le sienta bien esa vulnerabilidad, esa sensibilidad tan honda con la que Colin Farrell le da vida. Pero Farrell no es el único actor que borda su papel en una historia en la que todos los personajes, hasta la antipática y cotilla dependienta de la tienda del pueblo, tienen una profundidad y un abanico extenso de matices. ‘Almas en pena de Inisherin’ es indudablemente un filme de intérpretes, aunque, también de autor.
Porque, a pesar de la sencillez con las que McDonagh aborda la forma de contar esta historia, es capaz de imbuir un misterio atávico de evocaciones celtas (esa especie de santa compaña simpática y temible), así como una poesía sobrecogedora que la hermosa fotografía de Ben Davis y la delicada banda sonora de Carter Burwell potencian hasta el lirismo.
La tristeza se convierte aquí en algo hermoso que nos descubra la certeza de la futilidad de la vida, de la insoportable compañía de la soledad. Y ese, en definitiva, es el ingrediente secreto con el que McDonagh nos asesta, suavemente, los certeros cinco puntos de presión alrededor del corazón.
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