No hay nada más complicado que la sencillez ni nada tan incierto y volátil como la autenticidad, pero en ‘Alcarràs’, la última película de Carla Simón (‘Verano del 93’), esos dos conceptos se difuminan y lo que sucede ante nuestros ojos se convierte simplemente en vida gracias a esa magia que sólo el cinematógrafo es capaz de reflejar en el rectángulo de luz de una pantalla. Parece fácil, pero no lo es. Resulta asombroso y al mismo tiempo, en realidad, es prosaico. Contemplando cualquiera de las escenas de ‘Alcarràs’, la sensación no difiere mucho de la que los espectadores debieron sentir, allá por el año 1895 cuando Auguste y Louis Lumière filmaban la llegada de las locomotoras a las estaciones de tren o la salida de los obreros de las fábricas, disfrutando del cine como un reflejo exacto y fideligno de la realidad pero, al mismo tiempo, con una luz distinta, tamizada por la mirada de quien coloca la cámara en un determinado ángulo. Ellos fueron los primeros autores de cine social precisamente porque nunca se plantearon que el (posteriormente llamado) séptimo arte pudiera tener otro objetivo que mostrar la vida, las costumbres, los hechos curiosos (e incluso graciosos, porque eran muy divertidos) de la existencia. Los espectadores se asombraban entonces contemplando esas imágenes tan reconocibles de sus propias vidas como si las vieran proyectadas en un espejo y aunque ahora quizá, 127 años después, esa sorpresa ha desaparecido, películas como ‘Alcarràs’ mantienen viva esa fascinación por una realidad cercana.
Efectivamente, sencillez y autenticidad son las palabras que mejor definen este filme, ganador del Oso de Oro en la pasada edición del Festival de Berlín, una película que encierra una interesante reflexión sobre la tradición y la modernidad en el contexto del entorno más primitivo: el cultivo de la tierra.
‘Alcarràs’ es la historia de la familia Solé y cómo esa estrecha y afectiva relación que los agricultores mantienen con los campos que le dan el fruto y el sustento se da de bruces con una realidad que ya no puede obviarse: la falta de rentabilidad económica de las pequeñas explotaciones, los altos costes de producción y tener que vender la cosecha a pérdidas. En este sentido, Alcarràs, esa pequeña localidad catalana, se convierte, desde la universalidad, en un ejemplo fácilmente extrapolarse a la situación que sufren muchos agricultores que cultivan tierras arrendadas en otros puntos de España.
La alta rentabilidad económica que ofrecen otras alternativas como la instalación de parques solares para la producción de energía fotovoltaica animan a muchos propietarios a desvincular las tierras del cultivo. Para la familia Solé ésta será la última cosecha de melocotones y nectarinas. Asistimos, pues, a todo el rosario de emociones (desde la indignación, la negación, la irritabilidad, la incomprensión, la desesperación, la resignación y la resiliencia) por las que pasan las tres generaciones de Solés.
Quizá uno de los puntos fuertes de Carla Simón en este filme sea el mostrar esa pluralidad de personajes, distintas perspectivas y diferentes formas de encarar una misma problemática, que enriquece no sólo la narrativa del filme, sino también la propia reflexión que suscita.
Rodada con actores no profesionales, quizá precisamente por eso, la autenticidad de la película se potencia. Su tono naturalista es el reflejo de personajes y situaciones que los intérpretes conocen bien. Nada chirría. Ni la figuración.
‘Alcarràs’ es también una película coral en la que todos los papeles (incluidos esos deliciosos mellizos vestidos siempre igual) encajan en una trama perfectamente urdida (refrendada después en la sala de montaje) por Carla Simón y Arnau Vilaró, autores del guión. Salpicadas de escenas muy simpáticas y logradas, como todas las que protagonizan los niños, ‘Alcarràs’ encierra, no obstante, un tono decididamente crepuscular. Asistimos con nostalgia a la recogida de esa última cosecha como si fuera el final de una era, un cambio que ya no tiene vuelta atrás. Por eso el ruido de las máquinas aturde y algo en nosotros también parece que deja la tierra y se despoja de sus raíces.
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