En un rincón que parece de otra época, varias notas, textos variopintos y anuncios cuelgan de la pared. “Buscamos cantante, chico/a”, “Marina Jubien. Reiki Master”, “Kaixo, Marc naiz. Busco un guerrero vasco” se puede leer entre otros muchos mensajes que incluyen cartas, poemas y hasta una esquela de Leonard Nimoy, más conocido por su papel de comandante Spock en la serie Star Treck. “Hay gente que no venía desde la época de la universidad y me dicen que todo está igual”, comenta Jon mientras limpia el Alboka, uno de los pocos bares con pedigrí bohemio de la ciudad.
En una situación normal, podría estar sonando Neil Young, Van Morrison, Wilco o cualquier otro artista reputado de música rock mientras unos amigos hablan de sus cosas en la barra. Sin embargo, el local vuelve a estar cerrado tras las nuevas restricciones y, señal de que el mundo ahí fuera sigue girando de un modo implacable, Jon se ha encontrado con sendos recibos de la luz y de la SGAE debajo de la puerta. “La situación es terrible. Estamos pagando justos por pecadores y no nos llega para mantener el local”, se lamenta. Al no poder contar con una terraza, solo tiene permiso para abrir al mediodía, de 1 a 4 de la tarde, pero no le compensa en absoluto; esa no es la franja horaria habitual del bar de la calle Easo. “¿Voy a trabajar para ganar 15 euros?”, se lamenta su dueño, Jon Martínez, sentado en una de las características mesitas bajas ambientadas con luz tenue.
Hace 33 años se hizo con las riendas del Alboka, que da nombre a un curioso instrumento de viento vasco que cuenta con un ejemplar al fondo del bar. Entonces era un punto de encuentro de la comunidad gay que poco a poco se fue “difuminando” y desplazándose a otros lugares, cuenta Jon. Ya en los años 90 adquirió una personalidad propia, dando cabida a jóvenes fumadores. En los últimos tiempos, el bar se fue modulando hacia una clientela más madura y apegada a la música sin perder su esencia de txoko alternativo. “Aunque suene un poco pedante, este ha sido siempre un espacio de libertad y de poder estar a tu bola. Tiene su propio toque. No es muy comercial decirlo, pero no creo que sea un sitio para todos los públicos. No queremos poner chunda chunda, ni que se llene de guiris y pierda su identidad”, explica.
Mientras los bares van y vienen, el Alboka siempre ha estado ahí para quién lo haya querido. La feligresía alternativa y melómana tiene su hueco en este lugar en el que todos los días, sin excepción, suena una canción de Neil Young. “Ahora soy más del Harvest Moon que del Young rockero del Ragged Glory”, apostilla. “Tiendo a escuchar música más tranquila. Cuando estás trabajando y tienes 30 años la música cañera te estimula, pero cuando cumples 60 te pude llegar a molestar”. Tras el cierre del bar Eiger algunos de sus clientes habituales se han pasado al Alboka como en su día ocurrió con la parroquia blues de La Gatera o el Kalima de Reyes Católicos. Ajeno a las redes sociales y, en general, al mundo digital y moderno, Jon se reafirma en sus postulados: “El bar tiene un ambiente muy definido. No quiero que nadie entre pegando gritos y molestando a los demás. Esto no es algo que marco yo, sino que lo crea la propia atmósfera del local”.
Antes de la pandemia, en el bar Alboka se montaban jam sessions, se organizaban conciertos acústicos… Había días que era una fiesta con un puntito desatado, como en el París de Hemingway. De momento todo eso se ha acabado. Y Jon, pese a que quiere que todo siga igual que siempre y asegura que continuará batallando, no puede evitar el cabreo. “Estoy indignado. Los que establecen estas leyes no se paran a pensar en las consecuencias que tiene. Nos han dejado tirados”, concluye.
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