No hay alquimia más perfecta, en cuanto a cine se refiere, que la de una buena e inteligente comedia. El problema es que nadie ha logrado descifrar hasta la fecha su ‘composición química’ (para los cinéfilos menos existencialistas, el secreto de su éxito). A veces un buen guión no es suficiente si los actores no encuentran el tan ansiado ‘estado de gracia’ que para genios como Howard Hawks consistía en intentar a toda costa no resultar gracioso; en otros casos esas dos condiciones no funcionan si el director no consigue ‘dar’ con el ritmo y el tono adecuado. No es casual, por tanto, que las buenas comedias no abunden en la cartelera y, que la búsqueda de los amantes del género de sala en sala sea tan desesperante como besar ranas a la espera de que se conviertan en príncipes o, según la ideología y preferencias de cada cual, en presidentes o presidentas de la república.
Así que menuda sorpresa cuando, a oscuras, y tras unos minutos de titubeo (narrativo) en los que no sabemos hacia dónde lleva el filme, descubrimos que ‘Adiós, idiotas’, la última película de Albert Dupontel, tiene ese no sé qué tan difícil de hallar y mucho más de definir. Es verdad, hay risas a carcajadas como en la ‘screwball comedy’ americana (tampoco están los tiempos como para frivolidades que requieren de tanta seriedad), pero si hay alguien que consiga ver este filme sin una sonrisa en los labios, sólo hay un diagnóstico posible: irremediablemente, se trata de un robot (para los fans de ‘Blade runner’, un replicante).
Comedia, aunque más bien tirando a negra; trama casi detectivesca, acción, nostalgia, tragedia (afrontada, eso sí, con valentía y madurez), un poquito de poesía (con cosas pequeñas de esas que llenan el corazón) y, por supuesto, romanticismo. Los franceses son maestros en construir con estos materiales buenas comedias (¿tienen acaso la receta?) y, en este caso, ‘¡Adiós, idiotas!’ no es una excepción, sino más bien la constatación y celebración de ese curioso ejercicio de ver la vida con cierta distancia y la alegría de un escéptico optimista.
Y, en este sentido, este filme protagonizado de forma sobresaliente por Virginie Efira (en un registro diametralmente opuesto al que encarna en ‘Benedetta’ de Paul Verhoeven) es un destacado ejemplo de esa complejidad añadida, del ‘más difícil todavía’: la comedia dramática.
No hay nada más sano que reírnos con cariño de las penas y los protagonistas de este filme las tienen a montones. Para empezar, Suze Trappet (Virginie Efira) se acaba de enterar de que a sus 43 años está enferma y no le queda mucho tiempo. A JB, un brillante informático de mediana edad, lo acaban de despedir del trabajo para contratar a un empleado más joven. Y, por último, el señor Blin sigue luchando con sus traumas (un miedo cerval a la autoridad y la policía) y su ceguera sin sospechar que el mundo que recordaba antes de perder la visión ha cambiado totalmente.
Aparentemente, en una vida normal (o, si se prefiere, en una película de los hermanos Darnenne) estos tres personajes no se habrían encontrado jamás. Pero en este filme de Dupontel (que interpreta, además a JB y firma el guión junto a Xavier Nemo) la coincidencia fortuita de los tres, a propósito de la búsqueda del hijo que Suze fue obligada a dar en adopción a los 15 años, dará pie a que todos saquen lo mejor de sí mismos, a que se comprendan desde la diferencia y, sobre todo, a que juntos consigan lo que parecía imposible.
‘¡Adiós, idiotas!’ es una película de amistad y, sobre todo, de amor. “Te quiero es lo mejor que uno puede decir en la vida”, asegura Suze. Pero, además, es un filme que habla de ser fiel a uno mismo, o mejor dicho, que habla de tú a tú con aquel que fuimos y que no tiene tiempo ni ganas de aguantar la estupidez, la desgana o la insensibilidad de los demás.
Y tan importante como lo que cuenta (el guión, excelente, recibió uno de los siete premios César que obtuvo el filme en 2020, incluidos los de Mejor Película, Dirección, Actor secundario, Fotografía, Diseño de Producción y el Premio de los Estudiantes) es cómo lo narra, porque ‘¡Adiós, idiotas!’ es una película aparentemente sencilla en lo formal que, sin embargo, encierra mucha audacia visual. Una marcada puesta en escena que juega con la simetría de los espejos confiere una personalidad muy particular al filme.
Es difícil no conmoverse con una de las escenas más hermosas de la película: el recorrido en coche en el que el señor Blin va indicando de memoria a Suze el camino por unas calles que (lo vemos reflejado en el parabrisas del vehículo) han cambiado y no cuentan ya con los restaurantes, edificios y las tiendas que recuerda. Pocas películas han retratado de forma tan bella, poética y triste la nostalgia de un tiempo ya pasado.
Aunque, sin duda, la secuencia en la que el planteamiento visual (otro merecidísimo Premio César al Diseño de Producción) se acopla inteligentemente como un elemento narrativo más al propio guión es la que transcurre en el ascensor. La conversación de Suze sostiene con uno de sus ocupantes es de una ternura y una sensibilidad infinitas.
Como en las buenas comedias de antaño, el metraje se desgrana con la precisión de un mecanismo de relojería en apenas 88 minutos, y justo para concluir con el subidón y el tono canalla que da ‘Mala vida’, la canción de Manu Chao que tan importante es el propio desarrollo argumental del filme (atención a esos ‘flashback’ dinámicos y vibrantes). Muchos días después, la canción seguirá resonando en la cabeza y, con ella, las peripecias de Suze, JB y el señor Blin.
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